Relación entre los procesos de integración supranacional y descentralización en los estados miembros

AutorManuel Fondevila Marón
Cargo del AutorProfesor de Derecho Constitucional en la Universidad Internacional de la Rioja y en la Universidad de Lleida
Páginas193-274

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“Con el poder, viene la responsabilidad”.

Inmanuel Kant.

1. Introducción: la eliminación del concepto de soberanía en un mundo globalizado

Sobre el concepto de soberanía, por haber sido y, a nuestro juicio (como habrá percibido, al comprobar que nos remitimos a él en decenas de ocasiones, todo aquél que nos haya seguido hasta aquí) seguir siendo, un concepto clave del

Derecho Constitucional, se han erigido un buen número de construcciones doctrinales y de interpretaciones, como es lógico, no todas ellas afortunadas, que han generado una gran confusión en torno al él, razón por la cual numerosos autores, desde L. Duguit hasta S.D Krasner, pasando por J. Bryce, A. Posada y, sobre todo, H. Kelsen, hablaron de crisis de este concepto o trataron de desterrarlo de la literatura jurídica (aunque sea, paradójicamente, como el último de los mencionados, dedicando cientos de páginas y haciendo, por ello, una de las más cuantiosas contribuciones al mismo)1. De otro de los autores citados, nos dice N. Pérez Serrano, en un interesantísimo opúsculo sobre el concepto en cuestión que:

“Escribe Bryce, con su habitual brillantez que, al modo como los en los territorios comprendidos entre dos fronteras suelen refugiarse quienes huyen de la justicia, así en el

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terreno situado entre la Ética, el Derecho y la Ciencia Política han penetrado términos vagos y ambiguos que han provocado estériles debates y han causado a los estudiosos muy grave perturbación. Y añade que no hay entre los malhechores de aquel género ninguno que haya originado tanto trastorno como la llamada “doctrina de la soberanía”, pues las discusiones que provocara (sic) han sido tan numerosas y aburridas, que cualquiera (sic) lector, aun el de más paciencia, habría de sentirse alarmado si se le invitara a recorrer de nuevo el polvoriento desierto de abstracciones a través del cual condujeron a sus discípulos no pocas generaciones sucesivas de filósofos de la política”2Por ello, este autor se proponía, en el trabajo citado, sintetizar las principales aportaciones que configuraron el concepto clásico y la revisión del mismo producida como consecuencia, principalmente, de las organizaciones infra y supraestatales3.

Antes, sin embargo, de exponer las interesantes enseñanzas del que fuera Profesor de la Universidad de Madrid sobre el tema que nos ocupa, quisiéramos nosotros hacer, recordando en parte lo que dijimos en el Capítulo I acerca del concepto de soberanía, algunas aclaraciones previas. Indicamos allí la importancia, de la mano de H. Heller, de no olvidar que la soberanía es poder absoluto pero ejercido siempre por un sujeto político que no puede ser sino el Pueblo. En la Historia política de este concepto, que, como es lógico, no vamos a reproducir aquí por haberla expuesto, de modo exhaustivo, en otro lugar, puede apreciarse como tras la primera formulación científica de este término como “el poder absoluto y perpetuo de una República” (J. Bodin), el concepto va siendo objeto, cada vez, de mayores abstracciones y mistificaciones por parte de los autores que se ocupan de él, aun cuando luego justificaran el poder de un monarca concreto consecuencia, sostenían ellos, de una “transpersonalización” (M. García Pelayo4) de ese poder en la figura del Rey. Abstracciones y mistificaciones que alcanzan su apogeo en la teoría organicista de O. Von Gierke y de las que ni siquiera se libra el positivismo jurídico desde Jellinek5. Lo de menos es, por tanto, indicar que el concepto, en la teoría originaria es menos absoluto y abstracto de en lo que teóricos posteriores a J. Bodin, como su discípulo G. de Tolouse y, sobre todo, T. Hobbes, finalmente lo convirtieron, dado que la doctrina de la soberanía del hugonote, a diferencia de la de éstos, no estaba exenta de límites6. Lo de menos, también, es denunciar lo que todo el mundo sabe: que esas mistificaciones y abstracciones estaban encaminadas a poder justificar, a posteriori, cualquier poder y, en especial, de un Príncipe o dictador. Lo de más es, sin embargo, indicar que caer

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en el error de mantener este concepto abstracto de soberanía lleva a conclusiones tan coherentes como patéticas y problemáticas. Un extraordinario ejemplo, a este respecto, lo constituye la sorprendente conclusión a la que llega L. Duguit, y haciéndose eco de su postura, entre nosotros, A. Posada, de que la noción de soberanía entra en crisis como consecuencia de la evolución del concepto de servicio público. Y así, nos dice el titular de la Cátedra de Valdecilla:

“La “irrupción”, (…) de la noción de servicio público en el sér (sic) real de los Estados constitucionales, ha trastornado la concepción del Estado como un organismo político de pura soberanía como un sistema de instituciones políticas de poder, que tienen su raíz en la soberanía y capacitadas (tal se supone) para recoger y condensar las corrientes de opinión pública, transformándolas en decisiones de voluntad: actos del Poder público, decisivos, inapelables. La doctrina del Estado constitucional, en vías de socialización no podía menos de reconocer lo que la realidad ofrecía como resultado del proceso que estamos interpretando; a saber: que sin mengua del carácter de soberano del poder del Estado, y del valor de la acción de la opinión pública y de la fuerza (jurídica y política) de las decisiones –(…)– de los órganos constitucionales de la voluntad colectiva, se afirma la existencia de zonas, cada vez más dilatadas, en las cuales la índole de la materia objeto de la actividad del Estado, pide la aplicación de procedimientos adecuados a la naturaleza de dicha actividad, que es la actividad de un servicio”7.

¡Casi nada! En un formidable olvido de que el Estado es (o al menos debe ser) un instrumento de liberación, y no de subyugación, de los hombres, el Estado y, con él, la soberanía, entran en crisis porque, con la evolución de la idea de servicio público, aquél no se limita a dictar normas que resultan irresistibles. Obsérvese como el que es, sin duda, uno de los grandes Maestros del Derecho Político español, abraza la idea de “soberanía del Estado”, siendo preso de la “explicación subjetiva” del Estado, medieval, por oposición a la “explicación objetiva” y moderna, que lo caracteriza por el conjunto de instituciones y personas al servicio del ciudadano8. Si entendemos, tal y como hemos tratado de demostrar desde las primeras páginas de este trabajo, que no es el Estado sino el Pueblo soberano, y los representantes políticos en los que éste delega la resolución de los asuntos ordinarios de gobierno, los únicos sujetos dotados de voluntad estamos, entonces, en condiciones de comprender que la soberanía no es un concepto formal y abstracto de justificación del poder más frío y despersonalizado (que se atribuye, en definitiva, y de manera confusa a un ente incorpóreo como es el Estado) sino que es la cualidad del Pueblo por la que la voluntad general de éste se sitúa por encima de los poderes constituidos, actuando como límite a su actuación, y a su vez, como fundamento de la acción de gobierno, que no puede sino

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estar enfocada, también a través de la función de servicio público, a conseguir lo mejor para el interés general.

Pero si una errónea comprensión de la expresión “soberanía estatal” (que no puede querer decir sino soberanía del Pueblo del Estado) puede llevar a la, por lo demás absurda, conclusión de que la soberanía entra en crisis porque el Estado hace algo más que dictar leyes irresistibles, lleva también a soluciones indefendibles a la hora de enfrentarnos al fenómeno del federalismo. Tal y como anunciábamos, el ingenio de N. Pérez Serrano supo ver que la evolución de las discutibles tesis de la co-soberanía hacía la correcta comprensión de la soberanía como indivisible en el Estado federal corre en paralelo a la evolución de las antiguas Confederaciones americana y germánica hacia Estados federales (hay que distinguir ambos conceptos) cada vez más centralizados. En Estados Unidos –nos explica el que fuera Profesor de la Universidad de Madrid– de hecho, y aunque sea, como vimos, el origen doctrinal de la tesis de la co-soberanía, en el momento de la Guerra de Secesión, ésta no resultaba ya ampliamente compartida, y la disputa versaba sobre si pertenecía a los estados (Calhoun) o al conjunto de la Nación (Lieber). Autores como Burguess calificaban la idea de un soberano limitado como “contradictio in adjecto”, porque no cabe “imperium in imperio”. En Alemania –continua nuestro autor– también se sostenía al principio que la Confederación germánica era una asociación de Estados soberanos y, a partir de la Asamblea de Franckort (art. 1º, ap 5), se pronuncia a favor de la unidad, siendo autores como Meyer, Haenel y Laband los que refutasen finalmente la idea de soberanía dividida9. El problema de fondo, se comprenderá sin demasiada dificultad, es que si la soberanía pertenece “al Estado”, si estamos en una organización de varios “estados” habrá de haber, consecuentemente, varias soberanías. Evidentemente, eso plantea además de los problemas lógicos referidos, contradicciones desde el punto de vista democrático. Por eso, añadimos nosotros, la idea de co-soberanía fue cayendo por su propio pie no sólo a medida que se daba, tanto en Estados Unidos como en Alemania, las tendencias centralizadoras apuntadas, sino, también, a medida que se...

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