Reforma Constitucional en materia penal de 2008. Antecedentes, objetivos y ejes rectores

AutorLuis María Aguilar Morales
Páginas27-47

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La reforma constitucional al Sistema de Justicia Penal representa uno de los más grandes cambios legislativos e institucionales en toda la historia de México. No resulta desproporcionado asegurar que, en relación con su trascendencia jurídica, sólo se encuentra por detrás de los procesos constituyentes de los que han emanado las cartas magnas que han regido los rumbos nacionales.

Bien sabemos que por más que se esfuerce y se trate de estar a la vanguardia, el derecho siempre está un paso por detrás de la realidad y, por ello, tiene que estar atento a su devenir, serle permeable, escucharla con el in de llevar a cabo los ajus-tes legislativos necesarios; de lo contrario, dejará de ser un instrumento útil, se verá desbordado y la sociedad pagará el precio.

Lamentablemente, eso es lo que sucedió con nuestro derecho penal. A la par de los desafíos que plantean a la convivencia pacíica fenómenos novedosos como la delincuencia organizada transnacional o el uso intensivo de la tecnología para cometer ilícitos, como país hemos sido testigos de cómo el sistema de procuración e impartición de justicia no sólo se veía superado para atajar esas nuevas realidades, sino que, incluso, desde tiempo atrás había dejado de ser eicaz para atender las problemáticas de todos los días y el precio que como sociedad pagamos por ello fue muy alto: una creciente impunidad.

De este modo, hubo que reconocer -y ese es, de entrada, uno de los méritos de la reforma- que por acarrear una serie de deficiencias y vicisitudes endémicas, más que perfeccionar el sistema penal necesitábamos uno diferente.

En este escrito pretendo mostrar, de manera breve y necesariamente a modo de esbozo, algunas de las líneas de trasfondo de este profundo viraje en la forma en que los mexicanos hemos decidido plantar cara al delito.

Antecedentes

El derecho penal es una de las venas más sensibles de la justicia en cualquier parte del mundo. Como realidad compleja y fenómeno a superar, la delincuencia ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad.

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Ya en una de las primeras legislaciones de las que se tiene noticia, el Código de Hammurabi, se aprecia la preocupación por asegurar la convivencia social y por hacer justicia a las transgresiones violentas al derecho de los demás; ya existía y estaba regulada la necesidad de imponer castigos a conductas que la sociedad consideraba especialmente graves. En esta compilación de leyes sumerias de hace más de tres mil años, se consigna la famosa "ley del talión", fórmula de retribución y de proporción en las penas que en el imaginario popular persiste hasta nuestros días.

Aun cuando ha pasado mucho tiempo desde entonces y que en la misma medida han cambiado las sociedades y modernizado los ordenamientos jurídicos, parece que algo de la impronta del talión permeó a cierta concepción teórica y de derecho positivo que entendió que la ffinalidad básica del derecho penal había de ser la re-tribución: que su misión por antonomasia debía de ser que el delincuente pagara por lo que hizo.

Aunque esta forma de pensar sea un axioma, e incluso el eje principal del derecho procesal penal, lleva consigo diversas implicaciones en la manera en que tiene que organizarse el sistema, en la función del Estado como garante de la paz y justicia sociales y en el rol de las partes en el proceso.

Esta fue la lógica bajo la cual se vivió la justicia penal en los siglos que nos precedieron y su falta de resultados satisfactorios hizo necesaria la reforma constitucional de 2008 a los artículos 16, 17, 18, 19, 20, 21 y 22; las fracciones XXI y XXIII del artículo 73; la fracción VII del artículo 115 y la fracción XIII del apartado B del artículo 123.

Si hacemos de la justicia retributiva el motor del sistema penal, nos encontraremos con un diseño procesal y un andamiaje institucional orientado preponderantemente a castigar al delincuente. La justicia penal queda condicionada a un pensamiento lineal, a la solución de una ecuación sencilla, inequívoca e invariable: si se presenta una conducta punible, el Estado debe castigarla. Esta manera de entender el conlicto penal tiene varios presupuestos operativos que generan sus propias consecuencias. Y que a continuación mencionaremos.

Aprecia el delito, ante todo, como una ofensa al orden establecido, la cual, más que ser resarcida ha de ser revertida, o sea, suprimida en lo que en ella ha habido de transgresión al poder público, que se autoconcibe como el guardián de los bienes y libertades de sus gobernados. En ese tenor, otro presupuesto estriba en que, en la medida en que se castiga al delincuente, se reairma: a) la calidad del Estado como poseedor del monopolio exclusivo y legítimo de la violencia, b) la vigencia coactiva del ordenamiento jurídico desaiado por el delito y c) el proceso como la vía para aplicar el castigo.

Como puede advertirse de lo antedicho, otro presupuesto radica en la definición de los actores que toman parte en la escena procesal: el Estado que a través de su iscal busca restablecer el equilibrio social y el acusado que a través de su defensa busca librarse del castigo.

De modo que la víctima, la que resiente directamente los estragos de la conducta en su ámbito vital, queda excluida del proceso: no tiene intervención activa en la secuela procesal, se limita a ser fuente de prueba a través de su testimonio o de la

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práctica en su persona de un examen pericial, o a ser un elemento formal del delito en su carácter de sujeto pasivo. En consecuencia, también queda fuera de los ines del proceso, pues ni en la tramitación de éste ni en el pronunciamiento que llegue a emitirse se proveerá lo conducente para garantizar la atención que sea necesaria para el restablecimiento pleno de sus derechos y lo relativo a la reparación del daño.

Desde que el país dio sus primeros pasos a la vida independiente, se estableció este enfoque del derecho penal, que desde siglos antes se fue conigurando en la Europa continental de la que abrevamos su cultura e instituciones jurídicas, excluyendo cualquier enfoque diverso. Lo cual estimo que obedeció, al menos en parte, a la fuerza de esa tradición jurídica, a la convicción de que esa era la ffinalidad del derecho penal y el mejor mecanismo para lograrla y que, en todo caso, los sinsabores que pudiera arrojar la praxis eran más por las mejoras que demandaba que por las deficiencias que le eran propias. Sin embargo, fue el peso de la realidad el que llevó a replantear estas premisas, con especial énfasis en las atinentes a la víctima y a la unicidad del proceso como cauce procesal, íntimamente relacionadas, como se ve a continuación.

Hasta el año 2008, todo aquel que padeciera un hecho que pudiera ser constitutivo de delito estaba obligado a acudir al proceso en busca de justicia; la opción era simple: si deseaba que el Estado interviniera debía someterse al proceso penal, de lo contrario, mejor ni denunciar.

La intervención del Estado en el proceso se materializó en el acaparamiento para sí de todos sus aspectos, desde la investigación hasta la ejecución de las penas. Depositó en el Ministerio Público la exclusividad del conocer y obrar en todos los pormenores del delito. Negó la posibilidad de que la víctima accediera a la administración de justicia; ésta debía comunicar al Ministerio Público sus pretensiones y aquél, una vez que se imponía del caso, desplazaba al gobernado y asumía la titularidad de la acción, no en nombre directo de éste -en cuanto persona que se ha visto disminuida en su esfera de derechos- sino en representación de la sociedad agraviada por la afectación a uno de sus integrantes.

Así, el Ministerio Público decidía si investigaba (él definía sus tiempos de inves-tigación) y, en su caso, si ejercía acción penal (él disponía de libertad de decisión, incluso el momento para hacerlo, mientras no estuviera prescrito). Si decidía no hacerlo, la víctima materialmente no disponía de derecho alguno para oponerse, hasta que en 1995 se abrió vía interpretativa la oportunidad de impugnar el ejercicio de la acción penal, de conformidad con el criterio de jurisprudencia 114/2000 del Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.1

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Los intereses del gobernado eran relevantes sólo en cuanto no resultaran contrarios a los intereses de la sociedad; el ofendido carecía de herramientas para buscar por su parte una solución, pues aunque podía buscar directamente la reparación del daño, no contaba con margen de maniobra para negociar porque no podía disponer de la acción; el inculpado no tenía motivación alguna para buscar la reparación del daño en virtud de que la lógica de la secuela penal era unívoca: invariablemente había que enfrentar el juicio en el que se hiciera un pronunciamiento sobre los hechos que le eran imputados y su responsabilidad en los mismos, bajo un cálculo de suma cero: ganarlo todo o perderlo todo en la proporción inversa a su contraparte, condena o absolución.

En la misma lógica, el Estado a través de los juzgadores se arrogó para sí la facultad de regir el proceso, desde que el Ministerio Público ejercía la acción, hasta que dictaba sentencia definitiva. En la trilogía procesal, el Ministerio Público es el actor y el inculpado es el demandado; la víctima era, en términos reales, un convi-dado de piedra, ya que podía coadyuvar con el iscal -empujarlo- pero no litigar por su parte. No obstante que en el año 2000 a la víctima se le reconoció el derecho constitucional a la reparación del daño, ello no fue suiciente en virtud del diseño procesal que impidió su efectividad, ya que la participación de la víctima había quedado supeditada a la del iscal.

Es...

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