Protección del ambiente: bioética y derecho

AutorSergio García Ramírez
CargoProfesor emérito de la Universidad Nacional Autónoma de México e investigador emérito del Sistema Nacional de Investigadores
Páginas66-69
66 abogacía Junio 2021
Sergio García Ramírez
En otro tiempo podíamos detener un viaje nocturno, descender del automóvil, oír
el ladrido de los perros en el cercano caserío, pernoctar en tiendas de campaña al
cabo de una jornada de excursiones, cerrar los ojos e inhalar la vida a pulmón
pleno. Ha cambiado el Anáhuac, nos recuerda el autor. Sin embargo, aún estamos
a tiempo de enmendar el panorama, como nos propone en este artículo.*
B
ernal Díaz describió el paisaje de Tenochtitlan en
1521. He aquí una referencia oportuna, ahora que
celebramos —a partir de fechas adoptadas al arbitrio
del gobernante— un aniversario de la Independencia
de México, liberación que debiera ponernos a salvo de muchos
males que rondan y promueven dependencias de otro carác
ter. Pero vuelvo a Bernal Díaz. Relató: andaban los invasores
en la “calzada ancha”, como quien llega a un paraíso apenas
imaginado; hallaron “ciudades y villas pobladas en el agua,
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era “cosa de sueños”. No me hartaba de “mirar —dice el
cronista— la diversidad de árboles y los olores que cada uno
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rosales de la tierra, y un estanque de agua dulce”.
Pasaron tres siglos. El barón de Humboldt tuvo a la vista
la gloria de Mesoamérica: había llegado a “la región más
transparente del aire”, según su expresión muy conocida.
Pero también al abismo entre la pobreza y la opulencia, como
en ningún lugar del mundo. Luego, al cabo de 100 años de
contiendas, Alfonso Reyes pudo reiterar en su Visión de Aná-
huac: “Detente, viajero, has llegado...” En efecto: a la región
más transparente.
La gracia del aire no sería perpetua. Legiones “laboriosas”
consumaron su propia marcha. Fue así, hasta el momento
en que Carlos Fuentes puso en Ixca Cienfuegos su propia
observación dolida: “Aquí nos tocó, qué le vamos a hacer”.
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Humo de las factorías oscureciendo el paisaje. Caminaba el
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México fue asiento de ciudades crecientes y de campos
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azul y despejado; cuando llegaba la noche, luna brillante y
constelaciones exuberantes. Hubo relatores que imaginaron
la grandeza mexicana como un cuerno de la abundancia, opu
lento y fecundo. En él discurrían 20 millones de mexicanos;
de ellos, dos millones en la Ciudad de México.
En otro tiempo podíamos detener un viaje nocturno, des
cender del automóvil, oír el ladrido de los perros en el cercano
caserío, pernoctar en tiendas de campaña al cabo de una
jornada de excursiones. Cerrábamos los ojos e inhalábamos la
vida a pulmón pleno. El ambiente favorecía. En nuestro tiempo,
no podemos alentar al viajero con la expresión de Reyes. Ha
cambiado el Anáhuac. No hallamos transparencia en el aire
que respira, ni noches de cielo estrellado. Para que sepa el
viajero que ha llegado a esta nueva región del mundo —que
tiene semejantes en otras latitudes— le basta con observar
el entorno sombrío.
Sin embargo, hay herramienta para enmendar el panorama
y rescatar “de lo perdido, lo que aparezca”. Mencionemos
algunos elementos a la mano —más o menos— que podrían
Protección del ambiente:
bioética y derecho

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