México, proceso y afianzamiento de un nuevo régimen político

AutorOctavio Rodríguez Araujo
CargoDoctor en Ciencia Política, profesor emérito de la Facultad de Ciencias Políticas ySociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y del Sistema Nacional de Investigadores
Páginas206-234

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En 1997 se asomó la posibilidad de una disyuntiva para el país a partir de una situación peculiar. Las elecciones del 6 de julio de ese año revelaron dos fenómenos inéditos: 1) por primera vez en la historia de México fue electo el jefe del gobierno del Distrito Federal por sufragio directo, universal y secreto y, además, dicho triunfo recayó en un partido de oposición de centro-izquierda, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), y 2) por primera vez, desde la fundación del partido oficial, éste no obtuvo la mayoría absoluta en la cámara de diputados.

Esos dos hechos me hicieron pensar que en el país había dos regímenes políticos sobrepuestos. Por un lado, el viejo régimen político, que he denominado estatista, populista y autoritario, y por otro, uno nuevo que he caracterizado como neoliberal, tecnocrático y también autoritario (más en lo económico que en lo político, si se me permite un matiz). El primero se fundó con el gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924), y el segundo, aunque todavía con ciertas ambigüedades e indefiniciones, en 1982, con Miguel de la Madrid Hurtado.

Dije “dos regímenes sobrepuestos” porque al iniciarse el neoliberal tecnocrático, el estatista populista no había desaparecido del todo. Muchos de los defensores del viejo régimen, con o sin adecuaciones a los tiempos cambiantes, estaban vigentes dentro y fuera del gobierno federal, de no pocos gobiernos estatales y del PRI, uno de sus principales soportes desde su creación en 1929 como Partido Nacional Revolucionario (PNR). Al mismo tiempo, los defensores del nuevo régimen —también en el PRI—, que ya habían sobresalido desde el gobierno de López Portillo (1976-1982) en su gabinete económico, afianzaron su hegemonía al ganar para ellos la presidencia de la república, en un país presidencialista altamente centralizado. Podría decirse que, a pesar de que los defensores del régimen neoliberal tecnocrático contaban con el gobierno nacional, no habían logrado derrotar a los representantes del viejo régimen. Quizá esto explicaría por qué tuvieron que recurrir a un golpe de Estado técnico imponiendo, primero en el PRI (como candidato) y luego en la presidencia del país, a un tecnócrata también neoliberal: Carlos Salinas de Gortari. Fue éste quien habría de precisar el carácter del nuevo ré-gimen, y afianzarlo, sin importarle los medios para conseguirlo.

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Para los fines de este ensayo, entiendo por régimen político (que no gobierno) una forma de existencia del Estado que depende de la correlación de fuerzas sociales y políticas en un país y en un momento dados, además de ciertas tradiciones que tienen que ver con una cultura política generalizada, aunque no siempre asumida como tal. Al PRI, actor importantísimo del viejo régimen, lo entiendo como partido del régimen (y no como partido de Estado), de aquel fundado por Obregón y sostenido por varias décadas. Fue, explícitamente, el viejo régimen el que creó al partido y le dio como función principal el apoyo al gobierno en turno. Cárdenas, en 1930, lo llamó “el organismo dinámico del régimen”, no del Estado ni del gobierno.1 Cuando el régimen que lo creó entró en crisis, su partido también, como pudo observarse sobre todo a partir de 1988 y más precisamente en 2000 cuando perdió la elección presidencial por primera vez en su larga historia de dominación política.

En 1997 todo indicaba que la hipótesis de los dos regímenes sobrepuestos tendría que definirse por uno de los dos, y tal vez la elección presidencial del 2000 habría de ser la que marcara el principio del fin del viejo régimen. Y así fue al ganar el Partido Acción Nacional (PAN) —con Vicente Fox— el gobierno nacional, la presidencia de la república. La superposición de los dos regímenes fue relativamente efímera para terminar definiéndose por uno de ellos, el que ya se perfilaba como hegemónico con Salinas en la presidencia.

Salinas de Gortari y Zedillo Ponce de León no dudaron en entregarle el poder al PAN con tal de garantizar la continuidad y afianzamiento delPage 208nuevo régimen, del régimen neoliberal tecnocrático.2 Esta forma de existencia del Estado mexicano es la que domina en la actualidad, y todas las baterías de sus gobiernos han sido dirigidas a evitar que el estatismo y cualquier modalidad de populismo vuelvan a gobernar el país. Los bombardeos, valga la figura, contra Andrés Manuel López Obrador, que todavía no han cesado, no se explican de otra manera. Se impuso el nuevo régimen y con priístas y/o panistas habrá de continuarse hasta donde sea posible, si así les conviene a sus representantes y representados más conspicuos. Al igual que el gobierno de Salinas, el de Calderón Hinojosa y la imposición de éste como presidente de la república no se entenderían sin la amenaza que López Obrador, en la última elección, representaba para la continuación del régimen neoliberal y tecnocrático. Había que detenerlo, y lo hicieron.

El antiguo régimen

El estatismo en el viejo régimen no fue resultado de planteamientos teóricos de Wigförss o de Keynes (muy posteriores), sino de una necesidad objetiva y pragmática. La revolución había destruido buena parte de la economía del país, los grandes capitales habían emigrado o se habían arruinado; ninguna de las clases sociales estaba en condiciones de asumir el poder y la reconstrucción del país en lo económico, social, político y hasta cultural; tal reconstrucción sólo era posible mediante la intervención del Estado. Éste era la única instancia con posibilidades de rescatar al país de su condición y de las acechanzas imperiales de la época. En otros términos, sólo la intervención del Estado podía reconstruir el país sobre las ruinas en que estaba. Y decir el Estado es implicar la necesidad de un nuevo régimen, distinto del porfiriano, y un gobierno necesariamente autoritario y centralizado que se encargaraPage 209de tan enorme tarea. No logro imaginarme la reconstrucción del país en aquellos años con gobiernos débiles, flexibles y democráticos, aunque en teoría pudieran haber parecido deseables. Los enemigos de la revolución (y no sólo de algunos de los líderes revolucionarios) estaban ahí, incluso armados, y los intereses y ambiciones de muchos en estados y regiones del país eran una realidad con nombres y apellidos. Al afirmar esto no estoy tomando partido en favor del grupo Sonora ni de cómo llegaron al poder, simplemente pienso que otros hubieran hecho más o menos lo mismo de haber tenido el gobierno y la voluntad de rehacer el país, de construir uno nuevo y moderno. Un régimen democrático supone no sólo un gobierno que tome en cuenta a la población mayoritaria sino que ésta exista y tenga la suficiente conciencia para expresarse como sociedad, que no era el caso… todavía en esos momentos. Aun así, el régimen autoritario y estatista tuvo que ser populista. Era una condición inherente al hecho de que la revolución se había llevado a cabo contra una dictadura y con la participación de millones de mexicanos, muchos de los cuales perdieron la vida en esa empresa: alrededor de un millón en un país con unos quince millones de habitantes.

El régimen populista autoritario (además de estatista) no fue uno en todo momento o, si se prefiere, tuvo modalidades propias en distintos periodos. Como tal, podría decirse que desde el gobierno de Álvaro Obregón hasta el de Luis Echeverría (1970-1976) se mantuvo, pero los grados de populismo y su orientación no fueron siquiera semejantes en todo momento, aunque se quisiera dar esa impresión con ciertas medidas, como fuera el caso del reparto de tierras durante el gobierno de Díaz Ordaz (más de 24 millones de hectáreas de tierras estériles e inútiles para la agricultura) (Blanco, 1979: 48) o de la fama obrerista de Miguel Alemán, quien en realidad fuera uno de los grandes impulsores del capital industrial a costa de los niveles de vida de los trabajadores. En rigor, no todos los gobiernos del periodo mencionado fueron populistas, pero sí intentaron parecerlo y contaron para el efecto con las organizaciones corporativas de campesinos y de trabajadores urbanos controladas por aparatos del gobierno, normal- mente por la presidencia del país y, desde luego, con el apoyo y el discurso del partido oficial.

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El régimen populista autoritario ha tenido, en mi interpretación, dos modalidades principales claramente definidas y sucesivas: 1) una modalidad bonapartista, que podría ubicarse en el periodo comprendido entre 1920 y 1940, y 2) la modalidad de una democracia autoritaria en la que se mantuvieron formas bonapartistas, pero sin su contenido esencial.

La modalidad bonapartista, en una apretada síntesis,3 se caracterizó1) por su origen, en que fue resultado de una crisis de gran magnitud (la Revolución de 1910) y porque ninguna de las clases sociales estaba en condiciones de asumir el poder o de influir determinantemente en él; 2) porque un grupo político-militar, formado al calor de la revolución, tomó el poder sin identificación directa con una clase social particular, aunque propiciara un modelo dominante basado en la propiedad privada de los medios de producción, manteniendo una relación de apoyo/control con los trabajadores y un discurso claramente populista, aunque, a veces (1926-1934), la actitud gubernamental fuera francamente de derecha y en favor de privilegios a sectores de la nueva burguesía asociada con el poder —principalmente— de Calles (el “Jefe Máximo”).

La modalidad de la democracia autoritaria,4 en el caso mexicano, se dio a partir de que una de las clases sociales, en concreto la burguesía, comenzó a tener suficiente fuerza como para determinar, obviamente en su favor, las políticas públicas, y no, como ocurría todavía en el Cardenismo, como un proyecto “a pesar” de la burguesía que, como clase, estaba en proceso de reestructuración, si no de...

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