Plaza Pública / El Papa en México

AutorMiguel Ángel Granados Chapa

Cinco veces estuvo en suelo mexicano Juan Pablo II. Una abismal diferencia se produjo entre su primera y su última estancia en nuestro país: en 1979 fue recibido al margen de la ley, y aun contra ella, por el presidente López Portillo; 23 años más tarde lo recibió como jefe de Estado Vicente Fox, un Presidente católico, que se prosternó a sus pies, besó su anillo y lo acompañó en las ceremonias de canonización de Juan Diego.

No sólo el poder estatal cambió en ese lapso entre visitas pontificias, y en el más dilatado que medió entre el comienzo y el fin del pontificado de Karol Wojtyla, concluido el sábado anterior. También mudó la sociedad, que más claramente que nunca antes distingue, aunque no necesariamente lo exprese, entre su ritualismo y la sujeción de la vida cotidiana a las normas dictadas por la Iglesia Católica. En la cúspide misma del aparato gubernamental, a contracorriente de la doctrina eclesial sobre el matrimonio y el divorcio, se casaron por la vía civil el presidente de la República y quien colaboraba con él como su vocera, casados antes y divorciados civilmente. Sólo mucho más tarde, cuando la señora Marta Sahagún de Fox hizo valer el peso de su posición, obtuvo la anulación de su matrimonio eclesiástico, ese modo sesgado e hipócrita con que la autoridad eclesiástica acepta la ruptura del vínculo generado conforme a sus propias reglas, y declara cachazudamente que nunca antes existió la unión de que brotaron hijos a quienes se deja en la situación de los habidos fuera de matrimonio.

En sus cinco estancias en México, Juan Pablo II fue acogido con entusiasmo y aun con fervor, muy propio del catolicismo popular, el que asiste devoto a los varios centros de peregrinación que atraen a muchedumbres. Esa disposición de ánimo fue recogida y alentada por los medios electrónicos que, sobre todo en la última ocasión, impregnaron a la visita pontificia de un acusado sentido mercadológico. Es natural que la muerte del Papa renueve los sentimientos populares, unidos a la consternación suscitada por la lenta agonía del jefe de la Iglesia. Se ha marchado no un Pontífice distante sino una figura paternal y cercana, que había anunciado que se quedaría, que se iría sin irse.

Comprendo muy bien la reverencia que el Papa suscita en los católicos, no sólo como sucesor de Pedro y vicario de Cristo, sino como autoridad, cuyos símbolos de poder (como la tiara) son inequívocos e impresionantes. Mi madre conservó más allá de su vigencia anual un...

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