Paz incierta

AutorJosé C. Valadés
Páginas65-113
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Capítulo XX
Paz incierta
SEGUNDA CONTRARREVOLUCIÓN
Convencidos desde la primavera de 1914, puesto que los hechos
eran incuestionables, de los progresos que en la guerra civil tenían
los soldados del Ejército Constitucionalista, los huertistas, ya franca-
mente partidarios o servidores del general Victoriano Huerta, ya
amigos o aliados vergonzantes del huertismo, empezaron a abando-
nar el país. Unos lo hicieron discretamente a manera del viajar pla-
centero. Otros, utilizando como medios las comisiones o supuestas
comisiones oficiales. Los terceros, lo llevaron a cabo con sigilo; pues
si de un lado tenían las violencias de Huerta, de otro lado se sentían
amenazados por los revolucionarios.
De los emigrados, aquellos que eran ricos, marchaban a Europa.
Los menos acomodados se establecían en La Habana o Nueva York;
también, al igual del maderismo de 1910, en San Antonio (Texas).
Esta ciudad, pues, volvía ser la cresta de la política mexicana y de la
guerra civil; mas en esta vez, albergue de la contrarrevolución.
Las violencias que los revolucionarios cometían, en el explicable
afán de castigar a quienes habían atropellado y roto el régimen consti-
tucional de la República y asesinado al presidente Francisco I. Madero
y al vicepresidente José María Pino Suárez, atemorizaban en grado ex-
tremo a aquella gente calificada por los constitucionalistas de reaccio-
naria o retrógrada, que no anidaba otro deseo, al quedar convencida del
inevitable triunfo de la Revolución, que abandonar el suelo mexicano.
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Los fusilamientos de Antonio Caballero y Roberto Montaño Llave,
llevados a cabo en Hermosillo, acusándoseles de haber concurrido
a un banquete para festejar la caída de Madero; y la ejecución en
Mazatlán de Francisco de Sevilla, mandada por el general José Ma-
ría R. Cabanillas, tenían puesta en guardia a a la gente que de una u
otra forma estaba o había estado ligada al huertismo o al felicismo.
De Sevilla, comerciante ajeno a los asuntos políticos, murió acu-
sado de haber enviado un mensaje de pésame a la familia del tenien-
te coronel José Riveroll, caído en el Palacio Nacional al intentar apre-
hender al presidente de la República, en febrero de 1913; y el
acontecimiento sacudió tan grande y profundamente al occidente de
México, que familias enteras huyeron al extranjero o se refugiaron
en el Distrito Federal y Guadalajara, creyendo que de esa manera
podían escapar a las venganzas que parecían abrir una época en el
país, aun cuando no fue así.
A lo sucedido en Hermosillo y Mazatlán, se siguieron las perse-
cuciones y fusilamientos de los mayordomos españoles en las ha-
ciendas de Morelos; la expulsión, decretada por Villa, de todos los
peninsulares que residían en la región Lagunera, y por fin, los atrope-
llos del villismo hechos en las personas que en Chihuahua y Durango
habían tenido ligas con el porfirismo y el huertismo.
Todo, todo eso, hacia los comienzos de 1914, parecía ser el inicio
de una era de terror que no alcanzó proporciones, puesto que los
revolucionarios fueron excesivamente benévolos y limitaron su ac-
ción contra los caídos, ora confiscando sus propiedades, ora amena-
zándoles con la prisión, ora exigiéndoles préstamos. Por otra parte,
tanto la emigración al extranjero como las mutaciones de los pue-
blos a la ciudad, sirvieron a dar coordinación y orden a la vida rural
mexicana. Tal movimiento migratorio doméstico fue útil también a
despertar el espíritu creador en los diferentes estamentos socia-
les, de manera que la Revolución no sólo conmovía políticamente,
sino que lo hacía también socialmente. Una sociedad si no moderna
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en su régimen económico, puesto que este no depende del individuo
sino de las leyes físicas del suelo, sí moderna en su alma, iba sur-
giendo poco a poco en el país.
Mas para ese desarrollo se requería que terminara la guerra contra
Victoriano Huerta y el huertismo. Y la guerra, como ya se ha dicho, llegó
a su fin, con la fuga del propio Huerta, de sus ministros y sus amigos.
Los prófugos, ya establecidos en el extranjero, en lugar de expiar la
responsabilidad que les correspondía por el crimen de haber derrocado
un régimen constitucional y provocado con lo mismo una cruenta
guerra, injustificada desde cualquier ángulo de la moral, de la jurispru-
dencia o de la política; los prófugos, se dice, en lugar de permanecer
aislados y acongojados por la suerte de su patria, se convirtieron en re-
incidentes; y al objeto fijaron dos cuarteles generales de actividades
contrarrevolucionarias. Uno en San Antonio; el otro, en Nueva York. A
éste quedaron adscritos los desterrados ricos; a aquél fueron corres-
pondientes los de mediana posición, aunque también los más resueltos.
Recursos económicos y esperanzas no faltaban a los desterra-
dos a quienes se llamaba reaccionarios o retrógrados; pero carecían
de caudillo. Muy escasas eran, en efecto, las cualidades de mando
entre tal gente. Muy mermado estaba, por otro lado, el prestigio de
las glorias que exornaban la que había sido causa particular del ge-
neral Porfirio Díaz. De aquel pasado, no quedaban hombres capa-
ces. Todo lo había consumido la rutina, la indiferencia y el engrei-
miento. La obra del régimen porfirista, dentro de lo correspondiente
al orden político o militar, estaba terminada. Del Ejército Federal sólo
restaba la gloria del pundonor de sus jefes.
Sólo dos hombres, en medio del caos que produjo la toma de la
capital de la República, podían entreverse del viejo generalato porfi-
rista: Victoriano Huerta y Felix Díaz; pero si aquél estaba manchado
por desleal y criminal; a éste, aunque valiente y desinteresado, le
afeaba el apellido que parecía poner en puerta una vulgar restaura-
ción de un régimen.

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