Paseo de la Reforma

AutorElena Poniatowska

También aquí, en el último piso del Hospital Inglés, Ashby estaba cerca del cielo. Los relámpagos vistos desde la ventana lo herían de nuevo. Por la cabeza del joven pasaba siempre la misma imagen que lo hacía sufrir, la del momento en que la descarga eléctrica lo paralizó con un dolor tan atroz que pensó: "Esta es mi muerte".

Lanzado por la propia fuerza de la corriente, Ashby, sin embargo, pudo llegar al baño de la azotea, empujar a Melesio, el mozo, y meterse en la regadera. Cayó hincado. No sentía los brazos pero los levantó ofreciéndolos al agua. Desde la puerta, la nana Restituta, las recamareras, el portero Miguel que oyó la descarga en el jardín, lo miraban aterrados.

-Qué feo quedó.

-Se va morir.

De su cuerpo salía humo, su piel era un amasijo de sangre y agua purulenta. Miguel se persignó:

-Hay que llamar a la Cruz Roja.

Quisieron quitarle la camisa. Ashby ayudó a extraer sus brazos de las mangas todavía humeantes.

La lavandera explicaba llorosa:

-Se me voló una camisa y como el niño Ashby es muy buena gente y muy deportista lo fui a buscar a su recámara y le pedí que la alcanzara. Subió a la azotea, agarró una varilla de cortinero, desdobló un gancho para alargar la varilla, pero no pensó que allí estaba el cable de alta tensión. La corriente jaló el alambre. El brazo del niño Ashby quedó pegado, bajo mis ojos.

Restituta gritaba:

-¡Niñooooooo, por Dios, niñooooo!

Al verlo paralizado, la vieja Restituta comenzó a pedir auxilio con alaridos de dolor. Rompían el corazón. Al escucharlos, las recamareras acudieron corriendo y con las manos juntas invocaron al cielo azul, a las nubes, a todos los santos.

-Dónde que los señores no están, dónde que los señores no están -repetía la nana.

La Cruz Roja llegó, Ashby no quiso acostarse en la camilla y subió a la ambulancia por su propio pie. Sentado, dejó colgar sus largos brazos y echó la cabeza para atrás. Cuando un enfermero intentó doblarle el brazo izquierdo, un grito de dolor llenó la carrocería blanca.

-Ahora mismo vamos a inyectarlo para quitarle el dolor. Aunque usted no quiera, tenemos que reclinarlo para ponerle suero.

Otro grito salió de su garganta, que también sentía achicharrada, cuando el camillero lo acostó. Entonces, el segundo camillero cerró la puerta de la ambulancia y Ashby no pudo ver ya el cielo azul al que las muchachas habían invocado, ni la cara bien amada de la nana Resti, a quien escuchó implorar:

-Déjenme ir con él, háganme un campito, no sean malos.

Obviamente...

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