Trotski, mi padre y yo

AutorDr. Raúl Carrancá y Rivas
CargoDoctor en Derecho Magna Cum Laudede la Universidad Nacional Autónoma de México
Páginas75-90

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Corría el año de 1940, yo contaba apenas con diez años de edad y era hijo de un juez ilustre, llamado entonces mixto de primera instancia en Coyoacán. Hombre ilustre: jurista, escritor, orador. Padre amantísimo —y en mi época de estudiante universitario maestro, guía— que añoro y amo en la cumbre de mi vida como si se tratase aún del balbuciente niño que lo llamaba padre: porque no estoy huérfano de él sino integrado a su poderosa y bienhechora sombra. He tenido el privilegio, que se agotará terrenamente con mi último suspiro, de sentirme siempre el hijo; ternura ésta que no han borrado ni disminuido los avatares de la vida. No ha habido dolor, congoja, duda ni angustia, en que él no haya puesto su mano generosa sobre mi frente contrita. Sigue a mi lado, igual que la ráfaga luminosa del primer amor. Aunque él me enseñó a renacer del polvo agobiante y volver a la vida con la emoción íntegra. Me pesa haberlo contrariado en medio del atolondramiento de mi primera juventud: era el reto del inexperto Edipo ante el sabio y prudente rey. Pero su cultura generosa, su alegría rebosante, su enorme y excepcional talento, impulsaron mis pasos. Él me heredó el Derecho, la fe en la Justicia que es fe en el amor. Supo identificar mi amor a las letras con el amor a las normas jurídicas. Su palabra es hoy en gran parte la mía, y lo es porque en rigor es la suya. Soy el discípulo que guarda en el ánfora de la emoción la verdad suprema del maestro.

Hombre ilustre, juez y padre. Era yo entonces un niño flacucho, endeble, que jugaba con sus primas y su abuela —la madre de él— en la alameda de Coyoacán. Añosa, cargada de sombras trémolas que ensortijaban la luz con delicadeza cautiva-

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dora. En el vivero de Coyoacán, en los interludios de descanso que le dejaba su abrumador trabajo, mi padre caminaba conmigo de la mano. Mi abuela cortaba flores, hojitas entretejidas al pasto. Mis primas jugaban con sus globos alados, volanderos. Yo sentí la poderosa y dulce fuerza del amor en la mano de mi padre. Coyoacán. Hasta allí solíamos ir los sábados mientras mi madre aguardaba en la casa, preparando con sus manos generosas su incomparable comida. Niñez transparente y pura en que el corazón infantil aletea y espera. ¿Qué espera? ¿Llegará algún día? ¿Cuándo? ¿Cómo? Evoco la mano perfumada de piel fresca de mi prima. Sus ojos enormes, obscuros, hondos. Mi abuela me descubrió alguna vez mirándola absorto. Mi abuela me regañó con la mirada y alejó a mi prima de mi lado. Yo no entendía, sólo aguardaba.¿Qué? Quizás ni ahora lo sé. Algo —alguien— que puede haber llegado o no. Pero mi corazón de niño sigue latiendo aquí adentro, a pesar de los años transcurridos. Y mis mejores sueños son los de entonces; hoy ennoblecidos, añejados por el vino rojo de la madurez. Mis sueños…

Mi padre me saca de ellos y me lleva hasta su despacho de juez. In
terroga, tras las rejas, a un hombre alto, con la barba descuidada. Yo lo veo como a una especie de animal enjaulado y siento temor; él extiende su mano entre los barrotes de acero y me toca la mejilla. Yo me estremezco. Luego supe de lo que se trataba, de un hombre preso, de un asesino. Conversan ambos, mi padre y el otro hombre. Es un interrogatorio y en ocasiones capto la personalidad solemne y, sin embargo, jovial de mi padre. Apenas si me doy cuenta, pero se trata del proceso del siglo. Lo voy entendiendo, sintiendo poco a poco. En la escuela, por ejemplo, mis profesores me hablan de ello, me sacan plática, me preguntan. Yo me doy mi importancia. El mundo, de pronto, se me agranda. Soy alguien, el hijo del juez. Siento que crezco e invento palabras e ideas. ¿Miento o imagino, que es una forma poética de la verdad? Lo que oigo en mi casa, conversaciones sueltas entre mi padre y mi madre, lo entretejo con mi fantasía de niño. Invento una historia sobre el caso de Trotsky. Y mis profesores la creen, igual que mis amigos. ¡Qué notable! Gracias a esto el Derecho se filtra en mis venas de niño. La parte que por mi madre tengo de sangre española se alborota. Debo añadir que por aquella época mi padre comenzaba a traer a México, para que dictara conferencias, a su antiguo profesor de Madrid, a Don Luis Jiménez de Asúa.

Como hijo único que yo era me llevaban a todas partes, y escuché las palabras elocuentes de Jiménez de Asúa. Con qué razón ha dicho Ortega y Gasset que el hom-

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bre es él y su circunstancia. El proceso de Trotsky; Don Luis Jiménez de Asúa; Don Mariano Ruiz Funes, orador cuyas palabras salían en torrentes de fuego de su corazón; Don Felipe Sánchez Román, el gran civilista hijo de su homónimo no menos notable; Don Rafael Altamira y Crevea, el formidable jurisconsulto e historiador; todos españoles ilustres que llegaron a México en calidad de exiliados, cuando la tragedia de la dictadura de Franco. Y mi padre, su antiguo discípulo, en medio; con su personalidad alegre, firme e imponente. Yo los imitaba y jamás olvidaré que en mis horas de recreo en la escuela hacía, encerrado en el baño, lo mismo que ellos: hablar, dictar conferencias imaginarias. Palabras sin sentido, esbozos apenas de una idea. Quería integrarme al mundo de mi padre, ser como él. Así se nace, paulatinamente, y el fuego encendido aumenta.

En mi caso el fuego aumentó al compás de la figura del juez. Se trataba en su hora de un proceso espectacular, único. Yo era un personaje diminuto y mi padre un personaje enorme. Pero yo “era”, y así fui “siendo” paulatinamente. Ese proceso me ha enseñado ya de hombre la intensidad del Derecho, su fuerza arrolladora. Los personajes involucrados en el mismo, incluido el juez, han sido para mí las figuras de un drama singular. O sea, me han revelado la enorme complejidad de la vida, su misterio inmanente. Yo supe en Coyoacán, apenas al amanecer de mi asombrada existencia, que el mundo es mucho más profundo de lo que se ve. De allí en adelante no he perdido mi capacidad de asombro, de ternura, de compasión. Por eso amo el Derecho. Hay que entender que no era fácil para un hombre, por más pasión jurídica que tuviese, dictar sentencia en caso tan difícil. Aparte de la composición de nuestro derecho procesal —ley adjetiva— y de nuestro sistema de justicia, que se aleja bastante de la llamada oralidad remitiendo al juzgador a la bruma polvorienta de los infolios, no es posible dictar un fallo sin dialogar con el hombre juzgado. Y el hombre no es una cosa sino la suma de varias. La circunstancia que influye en nosotros, orteguianamente hablando, es múltiple; externa e interna, social e individual. El asesino fue preparado minuciosamente por las huestes de Stalin para cometer su crimen; pero su mente era materia moldeable, permeable al íncubo.¿Por qué? Por una determinada personalidad, por su carácter y por las peculiaridades de su código genético; por el funcionamiento de sus glándulas de secreción interna y por sus complejos.

El hombre es en un elevado índice indescifrable, y juzgarlo —que presupone entenderlo— no deja de ser un acto de audacia enorme. Audacia necesaria y conven-

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cional, incluso imprescindible, pero audacia al fin. Por supuesto, no somos meras máquinas de funcionamiento previsible; programadas a la perfección y con un circuito interno de exactitud matemática. Eso no es el hombre. Yo lo defino en cambio como un paisaje: lineal, hemisférico, global, llano, abrupto.Todo. Eso y esto es el hombre, predominando las condiciones que como en un invernadero hallan terreno fértil y abonable. En un crimen, sobre todo de la magnitud histórica del de Trotsky, el homicida es catalizador de una y mil corrientes. No niego, asimismo, que la víctima también es catalizadora. Una personalidad fuerte despierta envidia, odio, rencor. Es criminógena en cuanto imán que atrae el mal. A nueve años de la promulgación del Código Penal de 1931 el Juez Carrancá y Trujillo aplicó por primera vez, por lo menos a esa escala, los principios rectores del positivismo penal italiano (Lombroso, Ferri, Fioretti, Garofalo, Sighele) vertidos en los artículos 51 y 52 de la ley sustantiva. Hay que recordar la trascedencia de las que llamamos ciencias y artes auxiliares del juez penal: Sociología Criminal, Psicología Criminal, Endocrinología Criminal. Es así como el juez del proceso solicitó de dos expertos peritos mexicanos, el médico José Gómez Robleda y el maestro Alfonso Quiróz Cuarón, que examinaran al asesino y definieran las causas motrices de su acción. Las conclusiones siguen siendo a la fecha sorprendentes, en verdad luminosas. Ramón del Río Mercader era un niño que jugaba en el jardín de la casa paterna. Allí su abuelo, a la hora de la siesta, dormitaba cotidianamente sentado a una mecedora. Un abejorro solía interrumpir su descanso posándose sobre su calva; entonces el niño, con una varita entre las manos, espantaba al insecto. Durante meses, tal vez años, se repitió la escena. Lo sorprendente es que con posterioridad la misma se “disfrazó”, si cabe el término, con el velo mágico de los fenómenos oníricos. Y... la pequeña vara se fue haciendo cada vez más grande, más grande, hasta volverse un mazo hercúleo con el que Ramón...

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