Orden civil

AutorJosé C. Valadés
Páginas243-283
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Capítulo XXII
Orden civil
POLÍTICA DE CARRANZA
Terminada la guerra principal, puesto que quienes quedan levanta-
dos en armas en la República, incluyendo en éstos a los partidarios
del general Emiliano Zapata, no constituyen una amenaza para el
gobierno que día a día se acerca más al título de constitucional a
pesar de llamarse a sí propio preconstitucional, el Primer Jefe Ve-
nustiano Carranza, aunque justamente envanecido por la victoria
incuestionable de su Ejército, comprende, gracias a sus notables
cualidades de mando, que es indispensable continuar el esfuerzo de
organizar todos los campos políticos y administrativos de la República;
del Estado, se dirá con más propiedad, no obstante que este vocablo
es poco usado por los caudillos revolucionarios, ya que se le tiene a
menosprecio por creérsele propio a las tiranías, pero principalmente
concerniente a las monarquías; y este concepto no proviene de la
ignorancia, sino del temor que produce el más pequeño signo de
sujeción oficial.
Para el pensamiento de Carranza, preocupado en levantar las
columnas del Estado y fortalecer a éste, no existía el carrancismo,
sino la autoridad de la nación. Por lo mismo, el Primer Jefe no perdía
de vista los principios autoritarios y los recursos de que éstos se
sirven, para dilatarse y consolidarse.
Además, el Primer Jefe se mostraba apresurado para poner en
vigor los preceptos constitucionales, considerando que una nueva
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José C. Valadés
dilación podía servir de pretexto para el alzamiento de alguno o al-
gunos de los caudillos revolucionarios. En su función, Carranza no
estaba en la posibilidad de gobernar para la nación. Debía, en primer
lugar, dirigir los pasos de su autoridad para satisfacer a su partido,
que no era solamente un partido civil, antes también anillado. Por lo
mismo, cada disposición dictada, era necesario hacerla observando
los efectos capaz de producir dentro de las filas de su gente; y aun-
que el procedimiento le cohibía en sus proyectos, los dictámenes y
ordenes calculados no dejaban de ser provechosos para el bien ge-
neral del país. Carranza, en efecto, no debió ignorar que cada caudi-
llo era una entidad, si no respetable, cuando menos sensible; y en
aras no tanto de su jefatura como de su patria, avanzó hacia sus fi-
nes muy cautelosamente.
Además, no pudo creer posible la aplicación total de la constitu-
cionalidad o de las reformas mandadas por la Revolución. La guerra
había producido grandes y profundos estragos en los filamentos so-
ciales, y estaba fuera de consideración pretender entregar súbita-
mente el título de ciudadanos a todos los hombres de México; mas
como no quiere que se le vuelva a tener como motivo principal de
una nueva guerra, resuelve, como se ha dicho, el establecimiento de un
periodo preconstitucional.
No se halla tal intermedio dentro de los mandatos del Plan de
Guadalupe ni ha sido previsto al iniciarse la guerra contra las hues-
tes villistas; pero el Primer Jefe lo cree necesario, y no para amparar
los abusos que pudiesen achacarse a su autoridad; pues el ejercicio
de ésta, se insiste, la llevaba a cabo prudencialmente, aunque con
tenacidad y firmeza, de manera que era muy difícil que se le dobla-
se el pulso. Carranza no estaba dispuesto a desafiar a su pléyade
guerrera. No pertenecía el Primer Jefe al género de hombres que gus-
tan las recaídas.
Estaba obligado, pues, a probar a la nación que otra y no el brillo
a su personalidad o a su autoridad, era su tarea preconstituciona-
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lista; y empezó aprovechando el periodo dicho, para tender un
puente entre lo improvisado y lo administrativo; entre lo pueblerino
y lo urbano.
Una cuestión de muchos bemoles se presentaba a la vista y con-
sideración de Carranza al iniciarse el año de 1916. En efecto, como
los gobernadores de los estados, llamados gobernadores militares du-
rante la guerra civil, habían mandado sin leyes, ni responsabilida-
des, ni consultas, ni tolerancias, era muy difícil y casi imposible que
pronta y dúctilmente se ajustaran a las ordenanzas que en los aspec-
tos civiles y morales, jurídicos y tradicionales demandan las leyes y
costumbres nacionales; también las promesas de la Revolución.
Aunque con la idea de estar sirviendo a la organización de un
“mundo nuevo”, o de sentar las bases para evitar un gobierno perso-
nal, o de hacer un bien a la colectividad, las autoridades de la guerra
civil habían hecho de su proyectismo verdaderas fábricas de decre-
tos, de manera que quienes no imitaban o competían a otros gober-
nadores, expedían ordenanzas de los más contradictorios caracte-
res; también de las más imposibles aplicaciones; y aunque algunas
parecían grotescas, no por ello dejaban de denotar los deseos de sus
autores para ser útiles al bien de la República.
Sin embargo, aquellos improvisados legisladores, que se guiaban
por las más fútiles ocurrencias, no procedían dolosamente; ahora
que tampoco entraba en sus cálculos la idea de que iban a saturar al
país de decretos y a crear incompatibilidades constitucionales, con lo
cual el orden y concierto de las cosas, después de la lucha armada,
hallaría nuevas y profundas dificultades para su función nacional.
Además, para dar cuerpo y doctrina a las iniciativas, preocupa-
ciones y decretos de gobernadores y jefes militares, faltaba la guía
que es siempre un partido político. Sin éste, la Revolución seguía
considerada a manera de una explosión humana, en cuyo fondo ori-
ginal hervían muchas pasiones e ideas, pero no un programa preci-
so de hacer para el bien nacional.

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