La muerte vista en el espejo

AutorSilvia Isabel Gámez

La muerte de José Carlos Becerra fue una tragedia anunciada. Quienes lo habían visto conducir su automóvil Fiat 1100 por las calles de la Ciudad de México temían que algún día sufriera un accidente, aunque no tan grave como el que terminó matándolo hace 30 años, en la única curva de la carretera italiana que va de San Vito de los Normandos a Brindisi.

A Becerra no le dio tiempo de llegar al Adriático y deslumbrarse con el mar, como todavía lo imagina María Luisa "La China" Mendoza, su compañera en la agencia de publicidad McCann Ericson en 1967. El destino le salió al paso, algo nada excepcional entre los poetas, dice el escritor Juan García Ponce, uno de los tantos amigos que tuvo quien era llamado, con mayúsculas, el Poeta.

"No es extraño que su accidente ocurriera en el mismo lugar donde murió Virgilio", piensa García Ponce. "A veces, los poetas mueren a punto de quemar su obra, como quería hacerlo el mismo Virgilio con La Eneida para que no la leyera el indigno lector, lo que finalmente no ocurrió porque Augusto lo convenció de que el poema pertenecía al Imperio Romano. Pero ya no hay esos imperios: Estados Unidos no puede compararse con Roma".

Becerra no pudo elegir qué poemas debían ser arrojados al fuego. Un par de valijas diplomáticas remitieron de Italia a México los manuscritos encontrados en su coche, que fueron seleccionados y reunidos junto con sus libros anteriores en El otoño recorre las islas (ERA, 1973) por dos de sus amigos: José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid.

Tabasqueño, de la estirpe poética de Carlos Pellicer y José Gorostiza, Carlos Becerra Ramos nació en Villahermosa el 21 de mayo de 1936. Primogénito de cinco hermanos, desde pequeño definió su vocación. Quería serlo todo: pintor, torero, cuentista, arquitecto -una carrera que dejó truncada- y director de cine, género que lo apasionaba.

Deseaba también ser poeta. Autodidacta, Becerra se convirtió en un autor de imágenes poderosas, difíciles, que desbordaba en versículos, versos largos como los del Eclesiastés bíblico que tanto leía, un estilo casi en prosa que según Rosario Castellanos delataba "la amplitud de su aliento y la vastedad de su ambición".

En la biografía La ceiba en llamas (Cal y Arena, 1996), Alvaro Ruiz Abreu se aventura por los senderos de la hermética poesía de Becerra: la soledad, el amor como un ideal que conduce a la muerte, el agua, la mujer que es "humedad tropical" copiosa e inalcanzable, y la ciudad, un "infierno de odios y rencores".

García...

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