Juan Villoro / Islas vigiladas

AutorJuan Villoro

Desde hace años proliferan los programas de televisión donde la gente se insulta y reconcilia en tiempo real. El presupuesto de esos arrebatos es que la espontaneidad ante las cámaras es posible. El espectador no contempla: espía. Los participantes son como los sospechosos que los guardias vigilan por circuito cerrado; están en libertad condicionada: pueden sucumbir a las más revueltas emociones siempre y cuando no salgan de ahí.

Para que un reality-show funcione necesita torpeza de expresión y una convincente vulgaridad en las reacciones. Eso sugiere que se trata de circunstancias "naturales", ajenas a la sofisticación de un dramaturgo. Si los poetas románticos buscaban la esquiva flor azul, los protagonistas de los reality-show buscan la no menos esquiva indiscreción. El encierro tiene sentido porque de pronto se dice algo agraviante, incómodo, próximo.

¿De dónde surge el expansivo interés por ese género? Sabemos que el ser humano es chismoso y le gusta oír tras la puerta. Son pocos los que se resisten a leer una carta de amor que no les está destinada. Sin embargo, más allá del gusto por invadir la intimidad ajena, ¿qué explica los programas donde la gente acepta el cautiverio para deteriorarse en horario triple A?

La primera imagen que viene a la mente es la del zoológico. El que participa en un reality se exhibe en reveladora claustrofobia. Como no pertenece a una especie que destaque por sus plumas, sus cabriolas o sus hábitos alimenticios, él cautiva por sus reyertas emocionales. Sus pasiones son bajas o por lo menos deplorables.

El Hombre es admirable, los hombres no lo son. El prócer que va a ser fusilado utiliza sus últimos minutos para escribir una conmovedora carta a su hijo. El ciudadano común aprovecha el primer instante de soledad para perjudicarse con algo que le gusta.

El reality permite comprobar que nuestros congéneres son peores que nosotros. Este morbo explica su popularidad. Sin embargo, su impacto más profundo tiene que ver con la inesperada apropiación de un escenario romántico: la isla desierta.

Pensé en esto al leer Robinson ante el abismo, bitácora de un notable coleccionista de islas literarias, Bruno Hernández Piché. De Robinson Crusoe a La isla de cemento, de J. G. Ballard, la llegada a ese sitio de excepción ha dependido de un rito de paso, el naufragio. Al caer el espumoso mar, Crusoe encuentra dos zapatos que no hacen juego. Estamos ante la más condensada metáfora del caos: los objetos han dejado de rimar...

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