Juan Silva Meza: De la legalidad a la constitucionalidad

AutorGerardo Laveaga
Páginas18-23

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Cuando Vicente Aguinaco me invitó a ser director general de Comunicación Social de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, me propuse establecer una relación cordial con los otros 10 ministros que integraban el pleno. Conseguí hacerlo con casi todos. Casi, porque uno de ellos siempre me miró con recelo: Juan Silva Meza.

El antiguo juez penal, magistrado de circuito en Oaxaca y magistrado electoral que había llegado a la Corte en la ola de candidatos a ministro que el presidente Ernesto Zedillo propuso al Senado en 1994, tenía fama de ser un hombre hosco. Estaba convencido, además, de que un juzgador sólo debía expresarse a través de sus sentencias. En su lógica, una Dirección General de Comunicación Social no tenía razón de ser dentro del Máximo Tribunal.

Así, cuantos proyectos presenté para promover a la Suprema Corte —cuadernos con caricaturas, carteles, folletos de divulgación, anuncios de radio— los objetó implacable. “Se aprueba por mayoría”, solían decir las actas que se levantaban al efecto. Cuando escribí el perfil de Vicente Aguinaco, que se publicó en el número cero de la revista El Mundo del Abogado, me envió una carta airadísima, preguntando cuánto había costa-do aquel reportaje. Marcó copia al resto de los ministros. “Ni un peso”, respondí haciendo lo mismo.

Luego, cuando edité un cartel donde aparecía la fotografía con los 11 ministros, él exigió que se retirara su imagen. Ante la imposibilidad de hacerlo —“podría difuminar su rostro”, bromeó Mariano Azuela—, guardé el cartel hasta que sus colegas lo convencieron de que se promocionara dicho material.

A pesar de mis desencuentros con él, admiré su congruencia y la franqueza con la que defendía sus posturas. Decía lo que pensaba sin que le importara enemistarse

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con quien tuviera que hacerlo. Y, a diferencia de otros de sus pares, lo hacía de frente. Yo tenía la impresión —que finalmente resultó fundada— de que él apreciaba esa misma cualidad en mí.

Cuando fui designado director del Instituto Nacional de Ciencias Penales y acudí a despedirme de cada uno de los ministros, Silva Meza me dijo que, al paso del tiempo, se había percatado de que, en un país como el nuestro, era necesario que la Suprema Corte no se limitara a emitir sus resoluciones: debía difundirlas. A partir de ese día, me consideré su amigo.

En conversaciones posteriores, fuera del Máximo Tribunal, solíamos comentar algunas decisiones judiciales y, cuando la conversación pasaba a terrenos menos públicos, llegó a referirme episodios de su juventud. Por ejemplo, que entró a la preparatoria a los 14 años y quedó deslumbrado por el rock and roll —“Soy de la generación de Vaselina”, decía casi a manera de disculpa— y por el futbol americano. Estas dos aficiones le hicieron perder un año de estudios y, cuando debía estar en la Preparatoria 4, pasó un año en la 6, donde tomó clases de italiano… sin estar...

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