Joyas y condecoraciones

AutorAbel Camacho Guerrero
Páginas71-73

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¡Qué experiencia para Francisco J. Múgica! Él había atacado en su provincia, con entusiasmo, energía y valor, al general Díaz por la injusticia en que éste había hundido al pueblo de México, según información que llegaba a sus manos al través de la prensa; por conversaciones que tenía con personas que viajaban de diversas regiones del país o por medio de las observaciones que él mismo tenía al recorrer la geografía michoacana. Pero ahora era distinto, se presentaba a su consideración el extenso contraste que separaba la miseria tarasca de la riqueza, fatua y esplendorosa, que centellaba en la titilante pedrería que contemplaban sus ojos de rebelde, que vieron pasar, con arrogancia de pavo real, sin que a ciencia cierta pudiera él identificar a los Secretarios del Gabinete Presidencial, ni a otros funcionarios, acompañados de sus elegantes y risueñas esposas. Por su puesto que el presidente Díaz y su amada Carmelita se daban a reconocer por sí solos. Los demás, digno y abigarrado acompañamiento de los importantes personajes extranjeros invitados a la celebración, desfilaron con los nombres de Limantour, Corral, Romero Rubio, Aranda González Cosío, Creel, Pacheco, Molina, Terrazas, Pimentel, Fagoaga, Casasús, y otros muchos elegidos por la arbitraria fortuna.

En aquella ocasión Francisco José Múgica, al ver pasar cerca de él a doña Carmen Romero Rubio de Díaz, de inmediato recordó lo que había escrito respecto a ella en su ya suspendido "Demócrata Zamorano", pensando otra vez que contra ella en lo personal no tenía sentimiento de enemistad alguno y que si se había expresado como lo hizo en su artículo, tal cosa fue la respuesta ciudadana a la adulación con que quiso honrarla el no honorable, por esta razón, cuerpo edilicio en la Zamora de sus recuerdos.

Doña Carmen tendría algo así como cuarenta y ocho años, pero no obstante sus numerosos días se veía espléndida, con la señorial presencia de quien desde niña había recibido educación delicada. En su blanca cara alternaban la mirada triste y una sonrisa ligera de expresión suave, contrastando con el rostro rígido, adusta piedra oaxaqueña de su esposo severo, el eterno dictador.

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Entre la bien lucida elegancia, brillo y riqueza que ostentaban todas aristócratas mujeres del inconmovible mundo oficial, destacaba el atuendo de la señora Presidenta, que consistía en vestido color turquesa, con sobre falda de igual color, corpiño y falda engalanados con perlas y cintillos de oro...

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