Introducción

AutorMartha Santillán Esqueda
PáginasXV-XXX

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EN UNA MADRUGADA de julio de 1943, Bertha Acevedo caminó por el barrio de la Lagunilla. Sin resolver todavía qué haría, se metió en una cafetería en la calle de Allende donde fue al lavabo para limpiarse “las huellas que traía de sangre en las manos”. Pidió un café, lo bebió y “optó por presentarse” al Ministerio Público “para ser castigada por el delito que cometió”; en su declaración enfatizó que “lo único que hizo fue defenderse de la agresión de su amasio”. La noche anterior Jesús le reclamó con daga en mano un supuesto amorío con otro individuo; Bertha forcejeó con él, le quitó el arma y se la enterró en el cuello. Al darse cuenta que a Jesús le manaba bastante sangre y que estaba muerto, lo tapó, cerró el puesto de fierros donde vivían y se salió a caminar. Fue condenada a nueve años de prisión por homicidio. Apeló la resolución solicitando absolución por legítima defensa que le fue negada por los jueces del Tribunal Superior; no obstante, redujeron la pena a cuatro años al conceder sentencia por homicidio en riña: determinaron que Bertha había logrado poner su vida a salvo al desarmar a Jesús, por lo que no era necesario matarlo.1En la década de los años cuarenta del siglo XX, la Ciudad de México comenzaba a ser otra, y también sus mujeres. Muchas de ellas fueron protagonistas de sucesos perturbadores trazados desde sus vidas cotidianas y sus relaciones amorosas, sociales o laborales. Sucesos que saltaban a la vista cuando las calles eran recorridas por algunas con las manos ensangrentadas, cuando aparecían fetos o bebés muertos en sitios públicos, cuando las violencias atravesaban las paredes de

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los hogares, cuando las jovencitas obtenían ingresos alrededor de la prostitución.

Este libro estudia a mujeres que transgredieron el orden penal, y los significados sociales de su accionar en función de temáticas de género2fuertemente relacionadas con la configuración de la identidad femenina:3la sexualidad, los vicios, la maternidad y la violencia. Para ello, analizo los factores sociales que encuadraban las dinámicas delictivas por parte de mujeres en el Distrito Federal entre los años de 1940 y 1954, específicamente en lo referente a los delitos contra la vida y la integridad corporal, la moral pública, la salud, el honor y los de tipo sexual. El rechazo a la maternidad, el ejercicio de la sexualidad fuera del ámbito conyugal, el consumo consuetudinario de enervantes y la violencia suponían la degradación consecutiva de la mujer, de la familia y de la misma sociedad. Los crímenes femeninos vinculados a estas prácticas atentaban ciertamente contra la ley, pero también contra el proyecto social y moral defendido por los grupos en el poder, pues la familia era entendida como una institución fundamental para el progreso individual y social que tenía como eje esencial a la mujer en sus facetas de esposa y de madre.

Hacia los años cuarenta, los grupos en el poder político se habían dado a la tarea de fortalecer la unidad social y apuntalar el crecimiento económico, así como de consolidar los ideales de la Revolución mexicana (por ejemplo, la reforma agraria, la organización obrera, la seguridad social, la educación obligatoria y gratuita). Debido a ello, durante ésta y la siguiente década, se impulsó un proceso de modernización económica vía la industrialización que repercutió de manera sustantiva en la capital del país, la cual experimentó una fuerte explosión demográfica y se convirtió en un importante centro político, económico, laboral y cultural.

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Tales cambios trajeron consigo una serie de problemas sociales y urbanos que los gobiernos debían dirimir, como brindar a la población los servicios básicos (agua, luz, drenaje), planificar avenidas, construir viviendas, proveer educación, empleo, seguridad y, por supuesto, combatir la delincuencia. Si bien a partir de los años cuarenta las cifras de la criminalidad no aumentaron significativamente, a los gobiernos, a especialistas y a diversos grupos sociales les preocupaba su posible expansión a raíz de los cambios que se vivían en la capital.

Por otro lado, aquellas condiciones nacionales, incluidas por los escenarios internacionales, así como la renovación del marco legal emanado de la Revolución, generaron en la Ciudad de México la apertura de otros espacios de desarrollo para las mujeres en el ámbito laboral de los servicios o en diversos centros de educación media y superior, además de la vida doméstica. No obstante, a pesar de los avances experimentados, también se intensificó una moral conservadora en defensa de los esquemas tradicionales de género; de modo que a partir de 1940 se evidenció de manera más abierta un recelo generalizado respecto a las transformaciones urbanas y sociales y su conexión, en especial, con la delincuencia femenina. Las élites en el poder temían que la incorporación de las mujeres a la esfera pública (laboral, educativa, cultural o política) pudiera provocar en ellas el relajamiento de la moral y en consecuencia conductas criminales de todo tipo.

En este sentido, las transformaciones acaecidas en la capital y que favorecían a las mujeres se engastaban con la instrumentación de una serie de discursos prescriptivos de género a través de los cuales se insistía vehementemente que el destino femenino era la domesticidad y la maternidad bajo el supuesto de que las mujeres eran por naturaleza seres domésticos, maternales, amorosos y sumisos.4

Desde diferentes ámbitos discursivos (moral, religioso, mediático, jurídico, criminológico, además del político), se reforzaba la idea

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de que el espacio primordial para la realización femenina debía ser el hogar, y que la procreación debía estar por encima de cualquier otra actividad, reprobándose cualquier ocupación fuera del entorno doméstico. La criminología consideraba que las mujeres en general se convertían en delincuentes en razón tanto del entorno social como de las características propias de su sexo (físicas, psicológicas, biológicas y hormonales).5Por su parte, medios de comunicación como la prensa y el cine participaron de manera importante en la configuración de ese ideal femenino y de su anverso: la mujer mala, delincuente y transgresora.

De cualquier modo, en la capital del país las mujeres continuaron encontrando cada vez más espacios de desarrollo en combinación con las actividades hogareñas;6en tanto, la delincuencia femenina mantuvo registros reducidos sin mudar sustancialmente sus patrones durante el periodo estudiado.

En el Distrito Federal, en los años de 1940 y 1950, el 0.32% de los procesados en relación con el total de sus habitantes fueron hombres y el 0.04% mujeres; mientras que el porcentaje de las delincuentes procesadas en relación con la población total femenina de la capital se mantuvo alrededor del 0.07%.7

En la entidad, en comparación con el resto del país, las cifras de la delincuencia en general eran bastante más elevadas como consecuencia del crecimiento acelerado, y en ocasiones caótico, de la Ciudad de México, de una desmedida explosión demográfica y por el aumento de la desigualdad social.

Por otro lado, la capital del país era el núcleo desde el cual las élites políticas y culturales elaboraban y difundían los discursos relacionados con los comportamientos sociales, y se implementaban diversas políticas referentes a la moral y el crimen, al tiempo que era el espacio

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donde con mayor énfasis los especialistas se daban a la tarea de estudiar los fenómenos relacionados con la delincuencia.

A este respecto, el año de 1940 marca una nueva etapa de moralización y saneamiento en la capital mexicana a través del cual se buscaba controlar prácticas consideradas envilecedoras de los ciudadanos. En los ámbitos penal y moral se realizaron reformas importantes concernientes a la salud y a los hábitos viciosos,8con lo cual se esperaba que disminuyeran diversas conductas delictivas, a la par que se pretendía evitar la corrupción femenina y alentar en las mujeres una actitud más comprometida con la crianza de los hijos y la gerencia del hogar. Desapareció toda forma legal de explotación sexual al derogarse el Reglamento para el Ejercicio de la Prostitución; asimismo, y como soporte a dicha política, se emitió el Reglamento contra las Enfermedades Venéreas y se reformó el Código Penal. En relación a este último, se incorporaron los delitos de peligro de contagio y de incitación a la prostitución, y se ajustaron los conceptos de lenocinio y de ultrajes a la moral. Posteriormente se reforzaron, en 1944, los reglamentos tocantes a la vida nocturna.

En 1954, cierre del periodo de estudio, las presidiarias de la cárcel de Lecumberri fueron trasladadas a una prisión local exclusiva para mujeres. Aun cuando ya existían centros preventivos y correccionales sólo para jovencitas,9la creación de la cárcel de mujeres resulta especialmente significativa porque indica un giro en las políticas implementadas frente a la delincuencia femenina, lo cual respondía, por un lado, a la necesidad de crear espacios de atención para cubrir el incremento de internas y, por otro, a la idea de que las mujeres requerían un tratamiento específico en razón a su sexo. Así, la creación de esta penitenciaria conlleva un cambio en la actitud de las autoridades hacia las mujeres criminales.

Ese mismo año, el presidente Adolfo Ruiz Cortines (1952-1958) promovió algunas reformas al Código Civil que afectaban la situación social de las mujeres y su importancia dentro de la familia, al enfatizar su circunscripción al hogar y, por tanto, su carácter como responsables

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de la moral social.10De cualquier modo, cabe destacar que a diferencia de la legislación penal las transformaciones en otras ramas del Derecho tras la Revolución, aun cuando no fueron del todo equitativas en muchos sentidos para las mexicanas, les otorgaron bastante prerrogativas, sobre todo...

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