Por la infancia y la juventud de Francisco J. Múgica Velázquez

AutorAbel Camacho Guerrero
Páginas27-36

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Don Francisco Múgica Pérez contemplaba jubiloso cómo se había realizado su aspiración de llegar a ser mentor de la niñez. Sucesivamente, en el cumplimiento de su deber profesional, el profesor radicaba en uno u otro pueblo de Michoacán, según las órdenes de movilización que recibía de las autoridades escolares estatales. En uno de tantos cambios de ubicación volvió a Tingüindín en su carácter de profesor de escuela y por esta razón, exigencias del trabajo, nació allí su hijo Francisco José.

Circunstancia de sino: el futuro soldado e ideólogo de la Revolución Mexicana, Francisco José Múgica Velázquez, llevó por ambas líneas ancestrales, lo dijimos, sangre de maestros, de maestros liberales, cuando ser liberal a mediados del siglo pasado y en un lugar como el estado de Michoacán, era al mismo tiempo atrevido y condenable, por la casi unánime opinión de la sociedad.

El autor está absolutamente convencido de que el hecho de que el padre y un abuelo el general Múgica hayan ejercido el magisterio, motivó en él una especial y vigorosa influencia, a tal grado que su mente imbuida en los nobles intereses y fines de la sociedad, no sólo estimaba y respetaba al profesor de la niñez, sino que en su vida privada, lo mismo que en la pública, de continuo exaltaba vehementemente, con exuberancia, su devoción a la tarea que cumple el maestro.

Miremos a la niñez de Francisco José Múgica Velázquez quien va creciendo entre el verde cerro tarasco y el cielo siempre azul de su provincia michoacana.

Los primeros años de Francisco José Múgica Velázquez fueron como la vida de cualquier niño hijo de familia pobre. Poco a poco la edad lo fue empujando hacía la escuela. Su primer instructor lo fue su propio padre. Con él aprendió a leer y a contar. ¿Podemos pensar que tal hecho motivó que en el recuerdo del hijo adulto se irguiera aunada a la autoridad paterna la liga espiritual con su primer maestro?

Al general de división Francisco J. Múgica Velázquez le agradaba, en los momentos en que se asomaba a su mente el recuerdo de la familia, evocar la escena cotidiana que vivió de niño. En la puerta de la casa está doña Agapita, su madre, quien lo despide en el momento en que sale a la escuela. Día por día la madre le dice endilga su maternal discurso: "Aprende todo lo que puedas, tus "compañeros" -se

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refería a sus condiscípulos-, son tus amigos; tu profesora (ahora es su instructora una mujer) es tu guía; quiere a todos en la escuela, no vayas a pelear y si lo haces que sólo sea por algo justo".

¡Qué discurso maternal tan raro en estos tiempos! Si doña Agapita hubiera sido una mujer ilustrada, diríase que había sacado su arenga de las páginas de Fray Bernardino de Sahagún quien recogió los discursos que la nobleza azteca pronunciaba con la elegancia de su idioma y la habilidad de su raza, en los actos trascendentales de la vida.

Así iba creciendo el niño, entre consejos y cariño; entre consejos que apuntaban al interés social y cariño áspero de madre medio indígena que, sin percatarse templaba con firmeza y amor el temperamento de su hijo. Por su parte el padre, autodidacto, con clarividencia y carácter radical, perfilaba la mente y voluntad filiales hacia las necesidades de la sociedad. Madre y padre fueron dos manos bondadosas y duras. De la madre, la mano obscura y sorprendentemente firme no obstante ser femenina, y del padre, la mano rígida que interpreta la vocación apostólica del educador. Ella, sin cultura alguna. El, culto hasta donde puede serlo una persona autodidacta y carente de buena biblioteca, pero los dos alentados por un espíritu tan grande que se puede decir no les cabe en sus cuerpos de mestizos, y así el niño crecía entre bronco rumor de estas dos grandes almas, como crece el encino al ir clavando su raíz en el rocoso subsuelo, al tiempo que se nutría su carácter idealista, romántica y mesiánico, con la hondura del sentimiento de los padres ariscos, hoscos, tremendamente sencillos y de una ilimitada confianza en sí mismos.

Buscando en los rincones del tiempo y el diario vivir de la infancia de Francisco J. Múgica, se puede llegar a la conclusión de que determinadas características de su temple las bebió en el diario vivir con sus padres: convivir del que derivó su carácter monolítico, de hombre de una pieza, sin dobleces, con capacidad de ser al mismo tiempo espectador y actuante en los conflictos nacionales.

Los cambios de lugar que por su trabajo realiza el profesor Múgica Pérez, llevan al niño después adolescente, Francisco José, de escuela en escuela, según el poblado donde debe cumplir sus deberes el padre mentor, y en virtud de esto, errante pasa el niño, y después el adolescente, por los salones de clase de Piedad de Cabadas, Purépero, Zinápero, Chilchota, Penjamillo, Churitzio y Sahuayo, en su peregrinar que en sí mismo es una lección objetiva con acuarela de paisajes feraces y espejos de sociología, en los que desfila el indio tarasco mes por mes, año por año, hasta que el padre trashumante logra obtener un empleo en la Oficina Recaudadora de Rentas de Zamora.

¡Qué interesante sería contar con la expresión del sentimiento del profesor Múgica Pérez al abandonar su trabajo escolar! Si desde joven había sentido la vocación del magisterio y con gozo y disciplina cumplió su función, ¿qué habrá significado para él dejar la escuela en la que obtenía una remuneración de sólo cincuenta centavos al día, para ir a un empleo que le agradaba menos pero que le proporcionaba el beneficio

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para su familia de ganar el sueldo diario de un peso cincuenta centavos? Por lo demás, es un hecho muy repetido en México que un maestro abandone su amada aula, su cátedra inspiradora e inspirada, por la estricta e imperativa necesidad de obtener una remuneración mejor.

Establecida la familia Múgica Velázquez en la beatífica ciudad de Zamora, los hechos cambiaron por completo el curso de la vida de sus hijos.

En el hogar faltaban dineros para enviar a los muchachos a estudiar, ya no a la Ciudad de México, sino hasta en la inmediata capital del Estado, pero la escuela primaria había quedado atrás, tato para Francisco José como para su hermano Carlos. ¿Qué hacer entonces con ellos dos? ¿Iniciarlos en el aprendizaje de algún oficio? ¿Sería bueno que comenzaran a trabajar como empleados en algún lugar donde lograran colocarse? El caso fue que padres e hijos coincidían en el deseo y en la necesidad de que los últimos continuaran estudiando y en la localidad había una oportunidad, sólo una, de asomarse por la ventana amplia al salón de la cultura: el seminario en donde se preparaban los futuros sacerdotes. Más, ¿cómo mandar a un seminario, los padres liberales, a sus dos hijos que habían oído en el hogar la enseñanza que prepara al hombre para ser libre?

La necesidad se impuso al fin. No había mucho que pensar y menos discutir. Era indispensable nutrir la mente para estar en condiciones de buscar un rumbo al porvenir. De esta manera Francisco José ingresó al seminario de Zamora en el año de 1898.

La vida en el seminario fue una experiencia que Francisco José Múgica Velázquez asimiló para toda su vida. Experiencia intelectual y espiritual. Amante del conocimiento, es decir, auténtico filósofo...

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