La historia de Nataly y el hombre que la vendía 60 veces al día

AutorHumberto Padgett
Páginas99-122
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A MÍ NO ME VA A PASAR
III
La historia de Nataly
y el hombre que la vendía 60 veces al día
Por Humberto Padgett
El bulto humea en el suelo. En la pira recién extinguida quedan
restos distinguibles de su pantalón de mezclilla azul claro y un cal-
zón blanco con vivos rojos. Yace bocarriba sobre la banqueta con
la cabeza orientada al sur, la mano izquierda debajo del torso y la
derecha, en un extraño ángulo de 90 grados, aprieta un pedazo de
plástico, también quemado. Sobre el abdomen permanece un cor-
del que fuera amarillo, ahora ennegrecido por el fuego, lo mismo
que el utilizado para sujetar los pies y dejarlos entrelazados por los
tobillos: el derecho sobre el izquierdo.
Imposible saber el color de sus ojos o la forma de sus orejas.
Pero sí adivinar la complexión delgada de la joven y detallar que,
por los pocos parches de piel conservada, fue una tez morena clara.
El fuego respetó sus uñas de acrílico. Los pocos rizos conservados
denuncian una melena brillante, negra y espesa. A su lado, tam-
bién en el suelo, un pequeño lápiz labial de plástico azul junto a su
mano derecha llama la atención de policías, peritos y socorristas
para quienes ya no queda nada que hacer. Completa el repertorio
de objetos un envase de vidrio para esmalte de uñas sin tapa e in-
cendiado y un garrafón de plástico contraído por la lumbre. Y la
mascada de poliéster con brillitos dorados y tela afelpada con que
la amordazaron. Permanecen restos de la manga izquierda de su
blusa negra y también del cuello, lo suficiente para saber que es
una prenda marca Zara Basics y talla 28. Retazos del sostén conser-
van el estampado de tulipanes azules.
Es muy cerca de la Cámara de Diputados, en la avenida Con-
greso de la Unión y Circuito Interior, colonia Valle Gómez. Se sa-
brá pocos días después que la mujer muerta es, más bien, una niña
asesinada. Y que bien pudo morir estrangulada o por los golpes
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sufridos en la cabeza, sólo es claro que la golpearon al mismo tiem-
po de asfixiarla.
La madrugada abre la mañana del 16 de julio de 2006. Per-
siste el olor a gasolina y mañana será cumpleaños de Mario, el hom-
bre más importante en la vida y aún más relevante en la muerte de
esa muchacha calcinada.
* * *
Para marzo de 2004, Nataly tenía ya varios años de abandono
definitivo de la escuela. Apenas terminó la primaria, ya era urgen-
te su colaboración con la economía de su familia en Anenecuilco,
Morelos, la tierra de Emiliano Zapata.
A los 16 años, la chica trabajaba en un puesto de discos y pe-
lículas piratas junto a la terminal de autobuses de Cuautla, también
en Morelos. Un día, un hombre estacionó su Jetta gris junto al ten-
dido de Nataly y bajó del auto. Aplomado, caminó hacia ella. Na-
taly tuvo entonces ante sí la encarnación de su idea de la elegancia,
la educación, la riqueza, la gallardía y la caballerosidad. Hasta el
lunar en la mejilla derecha, junto a la nariz, le pareció interesante.
—Señorita, vengo a comprar un disco de Lupillo Rivera, ¿me
lo puede probar usted? —engoló la voz.
—Sí... —apenas respondió ella. Buscó entre las pilas de so-
bres de celofán, escogió uno e introdujo el disco en el reproductor.
La música de banda del cantante sinaloense llenó la banqueta. Ma-
rio sacó su cartera y recorrió con el pulgar un fajo de billetes. Sacó
uno y lo puso en la mano de la muchacha.
—¿Son caros esos coches?— se asomó ella.
—Sí. Lo compré en 150 mil pesos— respondió él con natu-
ralidad.
Nataly no contuvo el asombro puesto sobre el enorme anillo
dorado en algún dedo de la mano derecha de ese hombre y sobre
una esclava de oro, decorada con la letra M, que le pesaba en la
muñeca izquierda.
—Me llamo Mario —dijo antes de dar media vuelta y entrar
en su auto.

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