La higiene porfiriana

AutorMauricio Ortiz
Páginas31-38

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giene en la salud pública

Liceaga y la expedición del Código Sanitario

Esperanza
de vida y salud: obras públicas

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5. La higiene porfiriana

Sombreros de copa y clacs, finos bigotes y patillas amplias, fracs, levi-tas y jaquets, bastones y polainas; largos vestidos de organdí, capas de damasco y sombreros como jardineras; la polka y la galopa, el vals y el rigodón; la ópera, el teatro, el cinematógrafo. Durante el últi- mo tercio del siglo xix y la primera década del siglo xx, incluyendo desde luego la fastuosa celebración del centenario de su Independencia, México, y más exactamente la ciudad de México, desplegó un es- fuerzo inusitado por colocarse al día de las metrópolis europeas, más exactamente al de París.

En materia de salud hubo una doble corriente: una se dio a través del desarrollo de la medicina clínica, gracias al legado de las enseñanzas de los Bichat, Laennec, Pinel, Louis y demás clínicos franceses del siglo —introducidas al país por Carpio y compañía en la generación anterior—, y la otra, mediante la entronización del concepto de higiene, de procedencia alemana, como punta de lanza de una salud pública moderna, sustentada en la ciencia positivista y en la flamante teoría microbiana de la enfermedad. La medicina clínica estaba sobre todo al servicio de las élites, y la política de higiene estaba dirigida a los sectores pobres de la sociedad, para redimirlos de su “atraso y debilidad”.

El encargado gubernamental de traer orden y progreso a la esfera sanitaria fue el médico guanajuatense Eduardo Liceaga (1839-1920), sobrino de don Casimiro, aquel primer director del Establecimiento de Ciencias Médicas. Liceaga fue nombrado presidente del Consejo Superior de Salubridad en 1885, a poco de comenzar el segundo periodo presidencial de Porfirio Díaz, y duraría en su puesto hasta 1912. Al compás de su batuta se reorganizó de cabo a rabo el Consejo, y en 1889 presentó ante el Congreso Nacional una propuesta de Código Sanitario, mismo que se expidió dos años más tarde. El Código dividía la administración sanitaria en local y federal, establecía reglas y obligaciones para la ciudadanía y advertía: “Conservar la salud, prolongar la vida y mejorar la condición físi- ca de la especie humana; he aquí los objetos que debe tener por mira la higiene.”

Aumentar la esperanza de vida —que al cambio de siglo no superaba los treinta años— y mejorar la condición física —la salud— de los mexicanos, fueron las grandes preocupaciones de los médicos

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“Policía

Sanitaria”: cruzada por la higiene

Mortalidad infantil

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porfirianos respecto a la higiene. Había que incrementar la higiene de las ciudades y de sus habitantes. Se limpiaron las calles de la ciudad de México y se hicieron grandes obras hidráulicas para asegurar tanto el drenaje de las aguas negras como el abasto de agua potable. Se retomó, en 1884, la construcción del Gran Canal de Desagüe (cuyas obras se habían iniciado en 1878), de 48 kilómetros de longitud, con salida hacia el oriente; se construyó un sistema de alcantarillado y atarjeas, con un gran colector que corría de norte a sur, y se construyó un acueducto cerrado de 26 kilómetros que traía agua al Molino del Rey, de donde partía a distribuirse por toda la ciudad. Además de la red ferroviaria, éstas fueron las obras públicas más destacadas del Porfiriato. En la Exposición Universal de París 1889, clímax de las exposiciones decimonónicas que se proponían mostrar y demostrar la modernidad del mundo —los avances científicos y tecnológicos que se traducían en mejores condiciones de vida, mejores y más eficientes medios de producción, y progresos en el sistema de comunicaciones—, el pabellón de México tenía como una de sus principales atracciones las obras hidráulicas de la ciudad de México, mostradas en profusión de planos, dibujos, mapas y ensayos, y presentadas como “un monumento de la ingeniería sanitaria”.

Pero la gente no se bañaba o se bañaba poco: los pobres lo hacían muy de cuando en cuando; la clase media y los ricos, una vez al mes, y los más exagerados cada semana. Y la ropa tampoco se lavaba tan seguido. Es decir, había que educar al pueblo. En un documento anónimo de la época se lee:

Ya tenemos Consejo de Salubridad y Código Sanitario, o lo que es lo mismo ya tiene la salud pública autoridad y ley; pero falta el pueblo para esa ley y para esa autoridad. Porque es inconcuso que en vano existen la prescripción y el encargado de hacerla observar, si el obligado al cumplimiento no sabe cuál es su obligación, ni cómo ha de cumplirla. [...] Tras largo y do loroso bregar hemos conseguido leyes, sosiego, ferrocarriles y bancos: ahora necesitamos tener pueblo, pero no el pueblo harapiento y enfermizo, sino el pueblo viril y sano que sabe trabajar y ahorrar, vestir y comer, educar a la familia y tener aspiraciones para el porvenir.

La noción de “policía sanitaria” cundió en la ciudad y en el país. Se prohibió el uso de calzón de manta en la zona urbana, se reglamentó la prostitución y, en 1897, Liceaga propuso...

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