Germán Sucar, Derecho al silencio y racionalidad jurídica, Valencia, Tirant lo Blanch, 2019.

AutorMiguel Bonilla López
Páginas77-86
REVISTA DEL INSTITUTO DE LA JUDICATURA FEDERAL, NÚMERO 49
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GERMÁN SUCAR, DERECHO AL SILENCIO Y RACIONALIDAD JURÍDICA, VALENCIA, TIRANT LO BLANCH, 2019,
1603 PP.
Lo que escribo en este comentario sobre el Derecho al silencio y racionalidad
jurídica son notas hechas a vuelapluma. Hablaré sucintamente del libro, de su autoría, de
sus lectores, de su objeto, de la práctica, de su necesidad y de los motivos por los que se
escribió. Anticipo: vale mucho, muchísimo la pena adentrarse en sus páginas.
I. EL LIBRO
Una monografía, dice el Diccionario de la lengua española, es la “descripción y
tratado especial de determinada parte de una ciencia, o de algún asunto particular”. Entre
nosotros, los abogados (me refiero a quienes hemos acabado en el litigio, en la judicatura
o en la academia), la palabra está asociada a esos libros que versan sobre la hipoteca, la
suspensión del acto reclamado en el juicio de amparo, o el delito de fraude, y que lo que
hacen es abordar la regulación que hace el derecho positivo de dichas figuras, lo que dice
el derecho comparado, lo que han dilucidado los tribunales y hasta allí.
No estamos acostumbrados a libros que son eso y mucho más. Libros totales,
completos, que ven una institución desde todos los puntos de vista desde los cuales es
dable verla. Libros completos y totales, monografías del todo acerca de algo, no abundan
en las bibliotecas, en las librerías ni en nuestros escritorios. Por eso, quizá, no tenemos
una palabra ad hoc para semejantes obras. Realmente, “monografía” no alcanza.
La razón primera que nos viene a la mente del por qué no existe un libro que verse
sobre una cierta institución y que ofrezca 1) la descripción normativa conforme al derecho
del lugar de las relaciones jurídicas que la conforman; 2) la explicación de lo que l os
tribunales han interpretado de esas normas; 3) la comparación del tratamiento dado a
esas mismas relaciones en otros lares y en otros tiempos; 4) las razones subyacentes, de
índole filosófica, económica o sociológica, que hay tras ese complejo normativo, es que no
existen tantos hombres ni mujeres versados a un solo tiempo en tantas disciplinas
(dogmática jurídica, derecho comparado, historia del derecho, metodología jurídica, teoría
del derecho y disciplinas especiales) y que, además, escriban bien.
II. LA AUTORÍA
Ocurre, sin embargo, que de tanto en tanto aparece alguien que decide acometer
empresa semejante y lo consigue. Lo consigue pese a todo: el tiempo en contra y la
vastedad de la información que hay que encontrar, organizar, analizar, confrontar y
criticar. Pues bien: en el caso de Germán Sucar estamos frente a un ejemplo claro de lo
anterior.
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El Derecho al silencio y racionalidad jurídica es, como lo indica su subtítulo, “un
estudio metodológico, dogmático y filosófico, desde una perspectiva comparatista”, de
dos derechos básicos diferenciados del imputado: el de no ser objeto de acciones
estatales tendientes a lograr su confesión coactiva en el procedimiento penal y el de que
su silencio no sea usado como arma en su contra ni por la acusación ni por el juez. Dice
nuestro autor:
Para un adecuado rendimiento teórico, estos tres estudios deben
articularse con un análisis histórico-comparado que devele los resortes
más profundos, menos visibles, que presiden la lógica interna, la
racionalidad subyacente, la organización y el ritmo, de los diferentes
procedimientos penales en general y del juicio propiamente dicho en
particular.
Para abordar este derecho desdoblado, Sucar entiende que es no nada más
conveniente echar mano de otras manos; es necesario: en un ejemplo de honestidad
intelectual, refiere que en ciertos aspectos actuó más bien como director de orquesta,
pues algunas páginas se deben a la colaboración (en el más correcto sentido de esta
palabra) de otros juristas igualmente buenos: Jorge Cerdio Herrán, Gabriela Córdoba,
Tomás Fernández Fiks, José Milton Peralta, Claudina Orunesu y Benjamín Ruiz García. Sólo
así, parece, es posible lograr lo que logró: un libro total acerca de algo. Como los
escritores finos, Germán nos advierte, sin embargo, que del resultado final, y de los
defectos si los hubiera, sólo él es el responsable.
III. LOS LECTORES
Derecho al silencio es un texto como la Rayuela de Cortázar: muchos libros a un
mismo tiempo y que pueden leerse de corrido o por capítulos alternados o simplemente
por pasajes. Esto es una virtud: en obras así de inmensas y profundas (1603 páginas, 502
notas en la primera parte, 1629 en la segunda, 990 en la tercera), redactar de forma tal
que los lectores no estemos obligados a seguir un orden prestablecido permite una
lectura más cómoda, útil, intensa, analítica y crítica.
¿Quiénes podrían ser esos lectores? La índole del libro lo explica: al ser total, será
útil a todos. Así, este libro vendrá bien a jueces, fiscales y abogados que practiquen el
derecho penal; a filósofos del derecho, que busquen métodos que les permitan explicitar
sus lucubraciones con base en el derecho real; a historiadores de la cultura, que estén en
pos de ejemplos de la evolución de las ideas. Sobre todo, puede ser útil al ciudadano
común: a fin de cuentas, éste es a quien pertenece el derecho al silencio. Es su derecho.
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IV. EL OBJETO
Una virtud del libro es el partido que toma respecto de la pregunta ontológica, por
así llamarla, sobre el derecho al silencio y, en general, sobre los derechos. ¿Qué es el
derecho al silencio?, ¿qué clase de ente es un derecho?, ¿qué significa decir que alguien
es su tenedor?
Déjenme explicar con mis palabras la respuesta que Sucar da a estas interrogantes
(aunque quizá yo esté del todo errado en mi apreciación, en mi defensa sólo diré que las
teorías están para que otros las empleemos a nuestro real saber y entender, tal vez no
como su autor quisiera, pero esto es irrelevante: al escribir 1603 páginas, queda claro que
Sucar abdicó de su propio derecho a guardar silencio y tendrá que soportar con estoicismo
lo que sus lectores hayamos entendido y vayamos entendiendo).
Al decir “derecho” o “derechos”, los seres humanos usamos una estrategia del
lenguaje, la de la economía, la decir lo más con lo menos. “Derecho”, y mejor, “tener un
derecho”, “ser titular de un derecho”, “ejercer un derecho”, quiere decir que de un
entramado normativo es dable desprender, por virtud de un proceso de interpretación
conforme con ciertos cánones, que para cierta clase de sujetos se surte en forma
abstracta un estado de cosas tal que los legitima para hacer, dejar de hacer, seguir
haciendo o abstenerse de hacer clases determinadas de actos, sin que sea válida la
interferencia de otro u otros sujetos.
Desde esta perspectiva es posible entender estos asertos del autor al explicar los
dos tipos de derechos básicos en los que se desdobla el derecho al silencio. Primero,
[e]l derecho a no ser torturado o maltratado física o moralmente, o
engañado o sometido a otras medidas que anulen o disminuyan de
manera significativa la autonomía de la voluntad (tales como el
suministro de drogas o la hipnosis o incluso el ofrecimiento de dádivas o
promesas) o la dignidad (como, por ejemplo, los experimentos médicos
no consentidos), con el fin de obtener una confesión u otro tipo de
prueba auto-incriminatoria.
Segundo, “[e]l derecho a que los órganos de acusación (parte querellante o
Ministerio Público) o de juzgamiento (jueces o jurados) no puedan alegar o extraer
consecuencias desfavorables o ponderar negativamente el silencio en sus requerimientos
o decisiones”.
¿De dónde, Sucar, extrae semejantes definiciones? Desde luego: del derecho
positivo y del jurisprudencial de diversos países, esto es, de sus reglas, porque por virtud
de métodos de interpretación ad hoc logra derivar de ellas un estado de cosas abstracto
que da legitimidad a ciertos sujetos, el imputado o el inculpado, para oponerse a cierta
clase de acciones de los agentes estatales que buscan su perjuicio.
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Nuestro autor escribe:
cada uno de los dos derechos básicos englobados bajo la expresión
‘derecho al silencio’ comprenden una multiplicidad de aspectos o, dicho
de manera más precisa, pueden ser descompuestos o analizados en
términos de otros derechos más básicos o sub-derechos. Ambas
cuestiones requieren, para ser debidamente comprendidas, un
conocimiento más acabado de la complejidad normativa que implica en
realidad el ‘derecho al silencio’.
Y agrega:
no existe una ‘esencia’ del derecho al silencio, esto es, una suerte de
derecho trascendente, universal y objetivo […] con independencia del
eventual reconocimiento y regulación que surge de prácticas históricas y
contingentes, variables en el tiempo y en el espacio. Lo que hay, cuando
lo hay, son regímenes positivos del derecho al silencio que despliegan
regulaciones de diverso tenor.
Ruego a los lectores que no pasen de largo las páginas 287 a 297 del Derecho al
silencio. En ellas se habla de los derechos como debe hablarse en el aula, en el foro y en el
tribunal.
V. LA PRÁCTICA
Por lo demás, la clase de estudios compendiados en Derecho al silencio sirven para
poner en la mira un problema importantísimo acerca de la aplicación del derecho y del
respeto efectivo de los derechos: su comprensión por parte del ciudadano, el hombre y la
mujer de a pie, los legos, esto es, sus verdaderos destinatarios.
En efecto, hay un aspecto de los derechos que suele ser olvidado por los juristas.
Quienes nos dedicamos a este oficio solemos pensar que basta con los grandes
enunciados con los que, por lo regular, se expresan los derechos en las cartas
constitucionales para que puedan ser disfrutados. No nos detenemos mucho a pensar
sobre cómo funcionan esa clase de enunciados en el mundo real.
En el caso del Derecho al silencio ocurre exactamente así.
Veamos, por ejemplo, una de sus manifestaciones, tan bien explicada por nuestro
autor y sus colaboradores: la advertencia Miranda, que deriva de la interpretación judicial
de la Quinta Enmienda de la Constitución estadounidense. Como sabemos, cuando se
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logra la detención de una persona, los agentes policiacos de ese país están constreñidos a
hacer de su conocimiento un aviso y para ese efecto le leen una tarjeta en la que se dice lo
siguiente: (i) tiene derecho a guardar silencio, (ii) cualquier cosa que diga puede y será
usada en su contra en un tribunal de justicia, (iii) tiene derecho a hablar con abogado y a
que esté presente mientras es interrogado, (iv) si no puede pagar un abogado, se le
asignará uno de oficio antes de que se proceda a cualquier tipo de interrogatorio, si así lo
desea.
Esta enunciación, contenida en el fallo de la Corte Suprema, no es sino el intento
de hacer efectivo el derecho abstracto previsto en la Constitución: “no person […] shall be
compelled to be a witness against himself in any criminal case”, esto es, de traducirlo a
términos comprensibles, primero, para el agente estatal y, al final y por sobre todo, para
quien resiente la acción punitiva.
¿Cómo se llega del texto abstracto, genérico, casi etéreo de la Constitución a una
presentación más clara y útil? Mediante una buena teoría de los derechos y una adecuada
comprensión de las posibilidades interpretativas de los tribunales. La buena teoría al
servicio de la mejor práctica.
Hoy por hoy, incluso, se cuestiona el grado de precisión alcanzado en la sentencia
Miranda. En principio, la redacción de ese aviso está pensada para que personas de un
nivel de lectura de entre 11 y 13 años puedan comprenderlo. No obstante, estudios
recientes (como el de Solan y Tiersma, Hablar sobre el delito. El lenguaje de la justicia
penal) evidencian que en vía de hecho hay un largo abanico de hipótesis en las que dicha
comprensión queda en entredicho.
Si el aviso está redactado en inglés, es claro que quienes no dominen esa lengua
quedarán perplejos tanto si se les lee como si les da a leer la tarjeta. Incluso, si se les leen
traducciones, ocurre que éstas no siempre reflejan fielmente el sentido jurídico. Algo
semejante ocurre con personas con escasa preparación escolar, que pueden no
comprender siquiera el alcance de voces como “tribunal de justicia”, “abogado de oficio”
o “interrogatorio”. Hay quienes, aun con un nivel de comprensión lectora medio o alto,
pueden no captar que las declaraciones escritas pueden ser usadas en su contra, pero
también las orales. Pueden pensar que la asistencia letrada sólo es obligada en sede del
tribunal, pero no en sede policial. Pueden suponer que el abogado de oficio implicará un
costo económico que, eventualmente, tendrán que pagar. Otro tanto cabe decir de
personas con discapacidad intelectual o auditiva, que podrían simplemente no entender
que están en posesión de un derecho. O de los menores de edad.
Por lo anterior, después de la lectura de la advertencia Miranda, los agentes
preguntan al detenido si entiende los derechos que se le enunciaron y si, teniéndolos en
cuenta, es su deseo o no hablar con los policías en ese momento. Se piensa que cualquier
persona a la que se leyó previamente el aviso y se le formulan estas dos cuestiones que
responde de manera afirmativa es consciente de lo que hace y a lo que se expone.
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Empero, estudios sociológicos demuestran que hay personas que dicen que sí no porque
sea su deseo efectivo declarar, sino por motivos menos valederos: el temor al qué dirán si
es que responden que no entendieron lo que les fue leído o porque no quieren parecer
groseros. El derecho al silencio, en la vertiente a que se refiere la advertencia Miranda, es
de libre disposición para su tenedor, sí, pero siempre que cuando renuncie a él, lo haga de
forma voluntaria y consciente y además fiable.
Dado el panorama anterior, entre otras medidas, muchos pugnan por ensayar una
nueva redacción de la advertencia Miranda, con miras a estrechar la textura abierta y a
cerrar las vías de la incomprensión. Por ejemplo, se ha recomendado esta presentación: (i)
tiene derecho a guardar silencio. Esto quiere decir que no tiene que responder ninguna
pregunta ni hacer declaración de ningún tipo. (ii) Si decide hablar con nosotros, cualquier
cosa que diga (quede o no registrada) podrá ser utilizada en su contra en un tribunal. (iii)
Tiene derecho a un abogado durante el interrogatorio. Todo lo que tiene que decir es
“Quiero un abogado”. Si no sabe dónde encontrar un abogado, pondremos uno a su
disposición. Si no puede pagarlo, se le proporcionarán los servicios de uno gratuitamente.
(iv). En cuanto nos diga que desea un abogado, no le haremos ninguna pregunta hasta que
usted haya hablado antes con él.
No sé qué tanto alcance a mejorar el ejercicio de un derecho una presentación así.
Intuyo que en algo habrá de servir. Lo que me interesa mostrar es que hay un trecho
indiscutible entre los derechos, tal cual están previstos en las leyes o en la jurisprudencia;
entre las razones morales que subyacen en su formulación y que podemos abonar en su
favor; entre las diversas formas en que se manifiestan en el plano teórico, y la manera en
que los usamos en la realidad.
Pues bien: ese trecho sin luz no se salva nada más que con buena voluntad. Hace
falta la reflexión profunda y seria. Estudios como el Germán Sucar y sus colaboradores
facilitan la tarea, porque una guía ilustrada ilumina mejor el tramo oscuro.
VI. LA NECESIDAD
Y es que sin reflexión los incautos y los tiranos pueden entender al revés las cosas.
En efecto, al derecho al silencio se puede dar un giro inesperado si se le ve sin su
necesario complemento: el principio de presunción de inocencia.
Javier Marías lo plantea en su novela Tu nombre mañana: el narrador refiere que
tras de la advertencia Miranda hay “un ánimo extraño […] de no querer jugar sucio del
todo”. Abunda: “se informa al reo de que las reglas van a ser sucias a partir de ahora, se le
anuncia o recuerda que se va por él como sea y se aprovecharán sus posibles torpezas,
inconsecuencias y errores […], todo esfuerzo irá encaminado a la consecución de pruebas
para su condena”.
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En otros términos, dice su personaje:
[al reo] se le ofrece la oportunidad de callar, casi se lo urge a ello; en
todo caso se le hace saber de ese derecho suyo que quizá ignoraba […]
de no abrir la boca, de no negar siquiera lo que se le esté imputando, de
no exponerse al peligro de defenderse solo”, porque “callar se aparece o
es presentado como lo más prudente a todas luces y lo que puede
salvarnos aun si nos sabemos y somos culpables, la única manera de que
ese juego sucio anunciado quede sin efecto o apenas pueda ponerse en
práctica, o al menos no con la involuntaria e ingenua colaboración del
reo.
Más aún: “al mismo y extraño espíritu responde ese otro derecho del procesado, a
no declarar contra sí mismo, a no perjudicarse verbalmente con su relato o sus respuestas
o contradicciones o balbuceos. A no dañarse narrativamente”. Y remata:
El juego es en realidad tan sucio e interesado que no hay sistema judicial
que pueda presumir de justo con premisas semejantes, y quizá no haya
justicia posible en ese caso, jamás, en ningún sitio, la justicia es una
fantasmagoría y un concepto falso. Porque lo que se dice al acusado viene
a ser esto: ‘Si declaras algo que nos convenga o sea favorable a nuestros
propósitos, te creeremos y te lo tomaremos en cuenta y contra ti lo
volveremos. Si por el contrario, alegas algo en tu beneficio o defensa, algo
para ti exculpatorio y para nosotros inconveniente, no te creeremos nada
y serán palabras al viento, puesto que el derecho a mentir te asiste y
damos por descontado que a él se acoge todo el mundo, esto es, todos
los criminales. Si se te escapa una afirmación que te inculpe, o caes en
contradicción flagrante o confiesas abiertamente, esas palabras tendrán
su peso y obrarán en tu contra: las habremos oído, las registraremos,
tomaremos nota, las daremos por pronunciadas, quedará de ellas
constancia, las incorporaremos al expediente, y serán tu cargo. Cualquier
frase que ayude a exonerarte, en cambio, será ligera y será desechada,
haremos oídos sordos y caso omiso, no contará, será aire, humo, vaho, y
en tu favor no obrará nada. Si te declaras culpable, lo juzgaremos cierto y
lo tomaremos en serio; si inocente, tan sólo a broma y a beneficio de
inventario. Se da así por supuesto que tanto el inocente como el culpable
se proclamarán lo primero, luego si hablan no habrá distinción entre
ellos, quedarán igualados o nivelados. Y es entonces cuando se añade:
‘Puedes guardar silencio’, aunque tampoco vaya a distinguirlos eso, al
inocente del culpable.
No: las cosas son exactamente al contrario. Bajo las reglas constitucionales
estándar, un acusado no tiene obligación de declarar ni lleva encima ninguna carga
probatoria, pues es el Estado al que corresponde ésta. Al reo le asiste, más bien, una
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presunción robusta que lo protege: es inocente (no que deba ser tratado como si lo fuera;
lo es). A él no incumbe probar su inocencia. Incumbe al Estado probar que es culpable,
más allá de toda duda. La presunción de inocencia es el correlato inescindible del derecho
al silencio.
El libro que comento, por su tema, se vuelve necesario en el contexto del mundo
en que vivimos, en el ámbito del tiempo extraño y difícil que nos ha tocado por morada.
VII. LA MOTIVACIÓN
¿Qué razones tuvo el autor para preparar su libro, qué lo impulsó? Haré un
circunloquio para explicarlo, según veo yo las cosas. Me serviré de otros textos para ello.
En Juicios a las brujas y otras catástrofes Walter Benjamin escribió que “El error y
el sinsentido son males suficientes. Pero sólo se vuelven muy peligrosos cuando se
pretende imponerles orden y lógica”, y para dar ejemplo de su dictum mencionó el
nombre de un libro maldito, dicho esto con toda propiedad: El martillo de las brujas, del
que dijo “Probablemente no exista nada impreso que haya traído mayor desdicha a los
seres humanos que estos tres gruesos volúmenes”. Publicado en 1487, era un manual
para los inquisidores que combatían la brujería, crimen exceptum. Tuvo enorme fortuna a
lo largo del tiempo. Se calcula que bajo sus directrices pudieron haber sido muertas más
de cien mil personas.
Cedo la palabra a Benjamin:
Los juristas veían la cuestión de las brujas como un asunto estrictamente
jurídico que sólo ellos podían juzgar. Su máxima más peligrosa era la
siguiente: en crímenes de brujería, basta la confesión del autor del delito,
aun cuando no se encuentren otras pruebas del mismo. En aquel tiempo,
la tortura estaba a la orden del día en los procesos contra las brujas, de
modo que cualquiera puede imaginarse lo que significaba entonces una
confesión de este tipo. Una de las cosas más espantosas que nos
encontramos en la historia de la humanidad es que hayan tenido que
pasar más de doscientos años antes de que a los juristas se les ocurriese
que las confesiones bajo tortura no tienen ningún valor. Tal vez se deba a
que sus libros estaban tan llenos de las sutilezas más inverosímiles y
espantosas que no podían concebir los pensamientos más simples.
Benjamin continúa de este modo:
Si por ejemplo una acusada se obstinaba en guardar silencio, porque
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sabía que cada palabra, aun la más inocente, sólo la arrastraría a una
desgracia más profunda todavía, eso se llamaba entre los juristas un
‘trismo diabólico’, con lo que querían decir que el espíritu maligno tenía
embrujada a la culpable para que no pudiera hablar.
Más todavía, explica: “[c]uando [la acusada -porque generalmente era una mujer-]
tenía un defensor, tampoco podía hacer mucho. Por principio, un defensor demasiado
vehemente de aquellos que estaban acusados de brujería se volvía él mismo sospechoso
de ser un hechicero”.
Pasados doscientos años de la publicación de El martillo, apareció un nuevo libro,
escrito por un monje alemán que en sus años juveniles había sido confesor de las
condenadas a muerte por brujería: Friedrich Spee von Langenfeld. Su obra se llamó Cautio
criminalis. Explicaba que su pelo prematuramente encanecido se debía a la certidumbre
de haber acompañado a la hoguera, como confesor, a muchísimos inocentes.
La forma del libro es la de presentar “cuestiones”, en total 51, a las que ofrece
respuestas argumentadas y dispuestas conforme a un orden preciso, en donde contrasta
tesis y antítesis, con erudición y método.
Entre estas cuestiones se preguntaba, por ejemplo, si los reos acusados de brujería
debían ser asistidos por un abogado, y concluía que sí y con mayor razón que en otros
casos, dada la gravedad de la acusación y negárselos viciaba de injusticia al proceso; es
más, decía, el abogado que los defendiera tenía que ser de los mejores y más preparados
y la carga de proporcionárselos debía pesar sobre el juez (cuestión XVII); sobre qué había
que pensar sobre la tortura como método de investigación, expresó que habría pocos
inocentes que no estuvieran dispuestos a confesar si los torturaban, a fin de detener la
agonía, de modo que la auto-incriminación no podía tenerse como fuente válida de
conocimiento (cuestión XX); sobre si eran de fiar las condenas impuestas a quien se
mantuvo en silencio y no confesó bajo tortura porque el silencio en sí probaba la
hechicería, explicó tajante que no, puesto que se partía de un dilema absurdo e insalvable:
si la persona torturada, por la tortura, se auto-incriminaba, era condenada; si soportaba el
dolor y permanecía en silencio, igualmente sería condenada (XXV); sobre el aserto de que
emplear la tortura para conseguir la confesión descansaba en una premisa cierta (que la
gente prefiere decir la verdad antes que sufrir), expresó que lo mismo podía decirse del
caso opuesto: la gente prefiere mentir, antes que padecer dolor, de modo que más había
que concluir que la tortura no ilumina verdad, ya que los que quieren salir del sufrimiento
lo mismo dirán verdades que mentiras (XXVII); sobre qué peso debía tener el silencio del
acusado, concluyó que era el de absolver ante la ausencia de otras pruebas (XXXIX)…
De este libro y de su autor, Walter Benjamin dice:
Su libro […] no es especialmente revolucionario. Friedrich von Spee cree
incluso que las brujas existen. Pero en lo que no cree de ningún modo es
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en los delitos espantosamente eruditos y rebuscados por los cuales
cualquier persona pudo ser presentada como bruja o hechicero durante
siglos. Al horrendo galimatías latino-alemán de miles y decenas de miles
de actas le contrapone una obra atravesada por el enojo y la emoción.
Con esta obra y su efecto demostró cuán necesario es poner el
humanismo por sobre la erudición y la perspicacia.
Pues bien: ¿qué motivos creo que tuvo Germán Sucar para escribir Derecho al
silencio y racionalidad jurídica?, ¿qué lo impulsó a dedicar años de esfuerzo al examen de
tanta y tanta bibliografía, tantas sentencias, tantas doctrinas, para redactar al fin sus más
de mil páginas? A mí me parece evidente: lo motivó un humanismo profundo, acendrado,
verdadero, al que supo poner a su servicio tanto a la perspicacia como a la erudición.
El Derecho al silencio se inscribe de forma natural en la mejor tradición jurídica, a la
vez rigurosa que comprometida con el ser humano.
MIGUEL BONILLA LÓPEZ
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