Gerardo de la Concha/ El viaje de los goliardos

AutorGerardo de la Concha

Un día me eché a caminar con ese Eduardo Cestelos. Desertamos de una excursión académica con nuestros compañeros de escuela. No aceptamos su dinero, si acaso alguna lata de sardinas, nos acomodamos nuestras mochilas y nos fuimos, ya que con ellos no había un esfuerzo suficiente de redención al pueblo, pues estaban más preocupados comprensiblemente en conquistar muchachas en Arteaga rumbo a Playa Azul que en establecer lazos con ese mítico pueblo el cual desveló los afanes de los nihilistas rusos, los apóstoles anarquistas españoles y varias generaciones de estudiantes mexicanos exaltados por el martirologio del 68.

En ese tiempo, los albores de nuestra militancia, Eduardo y yo pertenecíamos al Centro Anarquista de Estudios Populares que tenía en sus filas sólo dos miembros que éramos precisamente nosotros lo que, según recuerdo, no nos producía la menor congoja. Así que caminamos por la carretera durante varias horas. El Sol brillaba en las curvas y encendía el verdor de los árboles en los montes. Era el campo y nos emocionaba su amplitud y la serenidad que transmitía. No teníamos ningún plan, sólo irnos, ser libres incluso respecto de nuestros compañeros.

Se supone que los goliardos, esos frailes mendincantes del medievo, peregrinaban sin destino seguro, a veces en harapos, no cumplían con las reglas de la prédica y si podían se daban a los festines, a los cantos, a la bebida. Sin saberlo, Eduardo y yo éramos más goliardos todavía que militantes disciplinados de esa entelequia llamada revolución. Luego tendríamos otra clase de experiencias, pero en esos días fuimos goliardos.

Nuestro primer aventón fue en un camión de cocos. Viajamos encima de ellos, abriéndolos con nuestras navajas y hartándonos todo lo que pudimos, aunque en realidad no éramos depredadores como los lúmpenes que recientemente devastaron a la Universidad, pues al bajarnos le dimos nuestro último dinero al chofer en pago de lo que consumimos.

Llegamos a Uruapan y caminamos tras un largo muro, sin importarnos averiguar qué resguardaba. Bajo un árbol decidimos acampar. Cerca había un portón y seguimos sin interesarnos en saber nada, pues teníamos prisa en comer lo que llevábamos y nos pusimos a cantar desalambrar/ a desalambrar, mientras preparábamos nuestros alimentos cuando intempestivamente del portón salió un grupo de soldados que nos puso contra la pared con las manos en la nuca. Era un cuartel.

Nos llevaron frente a un oficial que revisó municiosamente nuestras...

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