Función del sistema penal en el marco constitucional. Las decisiones fundamentales

AutorSergio García Ramírez
Páginas35-44

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En un estudio de este carácter es preciso recordar el papel que juega el sistema penal, particularmente el constitucional, rector del conjunto, fuente de la interpretación y de la creación normativa, en la formación y el destino del Estado de Derecho, que imprime rumbo a la vida colectiva. No se trata de un asunto menor. Tiene que ver con la paz y la seguridad, pero también

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-y no menos- con la libertad y la justicia, que poseen rostros diferentes, aunque asuman los mismos nombres, bajo ideologías y tendencias distintas y a menudo encontradas. Esta referencia permite, inalmente, analizar y valorar las reformas realizadas en la ley suprema y en sus derivadas, pero también en la práctica que aquéllas deben gobernar.

Tomemos en cuenta, no sólo a título de noticia histórica, sino de prevención actual, la enseñanza de Luigi Ferrajoli sobre las ideas penales que prosperaron en los siglos xvii y xviii y que contribuyeron a la fragua del Estado de Derecho.1Esas ideas, provenientes del territorio de los delitos, las penas y los procesos, se hallan en la raíz y en la intención del Estado de Derecho, y por lo tanto, se alojaron en la entraña de lo que, siguiendo a Häberle, podríamos denominar Estado constitucional antropocéntrico.2

Pero también es cierto que las ideas penales pudieran mellar, si pierden el rumbo de la democracia, o bien, si iguran en el discurso pero no desembarcan en la realidad, la estructura y el designio del Estado que pretendemos consolidar. De este riesgo se han ocupado muchos observadores contemporáneos respecto a los ires y venires de la justicia penal en el mundo entero,3y desde luego en nuestro país.

Tuvo razón el jurista mexicano Lardizábal -que reivindican con perseverancia los amigos españoles, porque buena parte de su vida y de su obra se desenvolvieron en España-,4cuando aseguró que nada interesa más a la nación que tener buenas leyes penales, porque de ellas dependen la libertad, la constitución y la seguridad del Estado. 5 Evidentemente, la referencia a la constitución tenía, en el libro de este autor, un sentido material, no formal, puesto que aún no se contaba con ordenamientos constitucionales en el sentido moderno de la expresión, que sólo llegarían al cabo del siglo xviii.

En su turno, el revolucionario Pablo Marat resumió con una fórmula excelente, asentada en su Plan de Legislación Criminal, de 1789, lo que pudiéramos denominar el paradigma (palabra que se halla "de moda") del sistema penal en una sociedad respetuosa del ser humano y del principio democrático. Difícilmente se podría expresar mejor el objetivo de ese sistema y de la normativa y las

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prácticas que lo alojen: "No lastimar ni la justicia ni la libertad, y conciliar la benevolencia con la certeza de los castigos, y la humanidad con la seguridad de la sociedad civil".6Esta leyenda podría igurar, con gran actualidad, en el pórtico de la política criminal: una política, por cierto, que no tenemos y que echamos de menos como hilo conductor del frenesí penal que se ha depositado en la Constitución y en numerosas leyes.

Veré en seguida el papel que juega la normativa constitucional en el sistema penal. Aquélla es, en buena medida, una doble escritura política, ética y jurídica. Por una parte, es la escritura que orienta y legitima -o al menos legaliza, o más bien, constitucionaliza- el monopolio de la violencia al que se reirió Max Weber;7y por la otra, participa en la escritura de la libertad, o bien, dicho de otra manera, en el estatuto de aquélla: contribuye a establecer su contenido, su orientación, sus beneicios y también sus límites. Cumple así, mayúsculas tareas que vinculan al aparato público y orientan la vida social; protege la libertad y señala sus fronteras, ambas cosas con la mayor energía.

La Constitución, cuya médula reside en los derechos humanos, no en la organización del Estado -que se halla al servicio de aquéllos, como sostuvo la Déclaration de 1789 al referirse al objeto de la sociedad política-, determina asimismo el espacio para que se desarrolle el encuentro más intenso entre el individuo y el poder público (alimentado o mediatizado por los otros poderes, informales, que asedian al poder formal y a menudo resuelven su desempeño, constituyéndose luego en testigos o en coro de sus actuaciones). Ese espacio es el escenario crítico de los derechos humanos; el foro para dirimir la más intensa pugna entre el Estado poderoso y el ciudadano desvalido.8La ley fundamental es norma básica y programa para el ejercicio de lo que llamamos la "justicia", en general,9y la "justicia penal", en particular, que suele alojarse, esta última, en un apreciable número de normas, cantidad que releja la natural preocupación del legislador y de la sociedad por la forma en que se despliegue esa expresión del poder. Así ha sucedido entre nosotros, incluso cuando el Constituyente omite la extensa relación de derechos individuales. No deja de llamar la atención, por ejemplo, aunque no sea tema de este trabajo, que los derechos básicos recogidos por la Constitución mexicana de 1824 no fueron todos los que debió incluir una norma constitucional (y que en efecto incluyó el Decreto de Apatzingán), sino sólo los concer-

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nientes a la administración de justicia, con un ingrediente fuertemente penal.10

La Constitución es, hoy día, como no lo fue anteriormente -ni pudo serlo en siglos precedentes- el puente más o menos irme para el ingreso al Derecho interno del Derecho internacional o supranacional, en sus múltiples materias, pero principalmente, en lo que nos atañe, en la vertiente de los derechos humanos, y dentro de éstos, en la penal.11Por ese puente -que favorece el encuentro entre el Derecho interno y el internacional- transita el orden jurídico internacional o supranacional, que en general ha coincidido y fortalecido la tradición humanista del constitucionalismo propio. En México, lo hace a través del viejo artículo 133, que debiera ser reformado para ponerlo al día del siglo xxi,ln="50" id="footnote_reference_12" class="footnote_reference" data-footnote-number="12">12 y del nuevo artículo 1º, al que tampoco le vendría mal una reforma que asegurase, de una vez por todas y sin reticencias, el primado del principio pro homine.

Asimismo, la Constitución es la norma receptora -como he analizado en otros trabajos- de las decisiones fundamentales de la nación en materia penal, no sólo en cuestiones políticas, que se proyectan en aquélla.13

Hoy día esa recepción opera a partir de las fuentes que mencioné en el párrafo anterior: la derivada de nuestra tradición constitucional, generalmente liberal, social, popular, y la aportada por las corrientes internacionales de reconocimiento y garantía de los derechos humanos.14Entre nosotros, la reforma consti-

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tucional de 2011 franqueó con fuerte imperio el ingreso de criterios garantistas al ámbito del procedimiento penal, traídos por el Derecho internacional de los derechos humanos;15 ingreso que desde luego abarca los criterios y estándares aportados por la jurisprudencia supranacional, cada vez más penetrante e inluyente. Esta jurisprudencia ha tenido proyecciones penales de gran relevancia.16En el ejercicio de esa función receptora de las decisiones penales fundamentales, la Constitución debe resolver -consultando la orientación democrática que le imponen su origen, su condición popular, su designio ideológico- diversas interrogantes decisivas. Ante todo, ha de resolver para qué sirve el sistema penal, aunque no lo haga con declaraciones literales, sino con disposiciones claras, inequívocas, perfectamente comprometidas, de las que se valdrán los intérpretes.

En este sentido, nos hemos pronunciado -pero la Constitución no lo ha hecho, invariablemente- en favor de un Derecho penal mínimo. Recordemos la expresión de Ferrajoli: es inadmisible utilizar "la ailada espada del Derecho penal cuando otras medidas de política social puedan proteger igualmente o incluso con más eicacia un determinado bien jurídico".17No obstante esta iliación (o afiliación) constitucional a la mejor corriente penal, el Derecho punitivo máximo se ha deslizado bajo el cimiento constitucional, proclamándose como necesario por motivos de seguridad pública y gobernabilidad.18La culminación de esta tendencia produciría lo que se ha llamado, expresivamente, un sistema penal de "proporciones faraónicas".19Puesto que estamos examinando panorámicamente las reformas constitucionales de las últimas décadas, es indispensable subrayar la aparición del concepto "seguridad pública" en el paisaje constitucional, regularmente asociado a ideas y tareas del orden penal,20aunque también se ha rescatado en

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la ley el carácter multifacético de aquélla.21

Suele plantearse -y este concepto se mira al trasluz de algunas disposiciones constitucionales, equívocas o ambiguas- una antinomia inaceptable o un falso dilema: seguridad pública vs. derechos humanos,22eicacia vs. legitimidad.23En este caso -sobre el que volveré cuando examine algunas reformas constitucionales-, se pierde de vista no sólo la compatibilidad natural entre seguridad y derechos humanos, sino el hecho de que la seguridad es un derecho fundamental localizado, desde el alba del constitucionalismo, en la misma relación en la que iguran los otros.24Como factor de resistencia frente al extravío de la seguridad, actualmente avanzan en el plano mundial los conceptos de seguridad "humana" y seguridad "ciudadana" (este último como dimensión de aquél); y a su amparo se airman la necesidad y la exigencia de preservar los derechos humanos.25También se ha observado a menudo -y este es otro asunto que ha merecido constante relexión, en nuestra difícil circunstancia actual- la necesidad de planiicar adecuadamente la seguridad ciudadana y deslindarla normativa y operativamente de otras tareas del Estado, como la del sistema de defensa nacional e inteligencia vinculada a ésta.26En este orden de ideas, es preciso explorar la...

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