Entrevista / Enrique Krauze / 'Renunciar a la democracia sería un suicidio'

AutorErnesto Núñez

FOTOS: CARLOS FIGUEROA

La mañana del 2 de octubre de 1968, un joven Enrique Krauze -de 21 años de edad- vio cómo un grupo de soldados limpiaba sus bayonetas en las inmediaciones de Tlatelolco. El entonces estudiante de Ingeniería trabajaba en las empresas de su padre, Moisés Krauze, un ingeniero químico que producía etiquetas, envases y cajas para la industria de la perfumería y la farmacéutica.

Enrique Krauze participaba, como un simpatizante más, en el movimiento estudiantil que ese año desafió al gobierno del priista Gustavo Díaz Ordaz. Había acudido a varias marchas y manifestaciones, incluida la que encabezó el rector Javier Barros Sierra el 30 de julio de 1968, en desagravio por el bazucazo que el Ejército había disparado en contra de la Preparatoria 1 de San Ildelfonso, que dañó la puerta del edificio, considerada un tesoro colonial.

Aquel 2 de octubre, a un año de graduarse como ingeniero industrial, Krauze estaba trabajando.

"Fui a una fábrica que estaba en Tlatelolco en la mañana, y me di cuenta de que estaban apostados los soldados y que estaban limpiando las bayonetas... sentí que eso era algo ominoso. Por la tarde, fui a unas oficinas en el centro, curiosamente de un sastre que había heredado la sastrería de mi abuelo, el maestro Cuéllar, que vivía en el edificio Chihuahua. Ahí, estando conmigo, recibió una llamada diciendo: 'quédate en la sastrería, porque están asesinando estudiantes...'. Salí y logré sintonizar la única estación que en 68 dio esa noticia, era la NBC en inglés, que se transmitía en México. Ninguna estación mexicana dio esa noticia. Ése era el México cerrado, autoritario, casi totalitario, que se vivía en esos días".

Enrique Krauze ha escrito que la matanza de la Plaza de las Tres Culturas fue un "crimen masivo, un sacrificio inútil e injustificable, un acto de terrorismo de Estado" (Letras Libres, 31 de octubre de 2008). Ahora, a punto de cumplir 70 años, califica esos hechos como "el bautizo de sangre de su generación". Un acontecimiento que, como muchos otros que dieron origen y cauce a la transición mexicana, se intercalan con su biografía personal y su obra.

El escritor habla en el estudio de su departamento, una amplia sala adornada con cuadros, fotografías y pequeños prismas. Una mesa de madera tallada -donde todos los días desayuna mientras lee el periódico- comparte la estancia con un par de escritorios, los sillones frente a la chimenea y un librero donde reposan diversas ediciones de sus más de 20 libros, las colecciones completas de Vuelta y Letras Libres, los 15 tomos de las Obras Completas de Octavio Paz editadas por el Fondo de Cultura Económica, y decenas de libros de otros autores, revistas, documentos y retratos en los que aparecen él, sus hijos, sus nietos.

El espacio deja ver lo que ha sido Krauze en los casi 50 años transcurridos desde aquel doloroso "bautizo de sangre": empresario, historiador, crítico del poder, promotor cultural, ensayista liberal... un hombre no exento de polémicas, que añora el debate de ideas y defiende con pasión la democracia en estado puro, la democracia sin adjetivos.

En 1947, el PRI gobernaba México, las 32 entidades, tenía una mayoría absoluta en el Poder Legislativo, no había alcaldes de oposición y las mujeres no votaban. ¿en qué momento de su vida cobró usted conciencia de que vivía en un régimen autoritario?

No tengo la menor duda de que fue en el movimiento estudiantil de 1968. Para mí y mi generación, el movimiento estudiantil fue el bautizo de sangre de nuestra conciencia política. Fue entonces cuando nos dimos cuenta, de manera brutal, que el país estaba dominado por un partido único y, sobre todo, por un Presidente que tenía, como lo tuvo hasta el año 2000, todo el poder en una sola persona. La consecuencia de poner todo el poder en manos de una sola persona fue el asesinato colectivo, la masacre de Tlatelolco.

Cuando usted entró a la UNAM para estudiar Ingeniería Industrial era 1965, tenía 18 años, ¿por qué estudió esa carrera?

Estudié Ingeniería, terminé la carrera, me recibí de ingeniero en 1969, porque mi padre tenía unas empresas de litografía y yo desde niño trabajé en esas empresas. Estudié Ingeniería con el propósito de incorporarme a ellas una vez concluida la carrera y hacerme cargo de ellas. Y eso ocurrió: yo me gané la vida fundamentalmente como ingeniero industrial en esas fábricas hasta principios de los años 90. Esa es la parte digamos privada de mi vida, mi vida material. Eran empresas que servían a la industria de la perfumería y la farmacéutica; hacíamos cajas, botellas, impresiones y etiquetas para esas industrias, y yo estuve a cargo de esas empresas directamente durante los 70 y 80, y fui responsable de ellas hasta que la última cerró, en los años 90.

Yo, en realidad, he compaginado siempre la vida de un empresario independiente, que se gana la vida de forma independiente, con la vida de un historiador, un ensayista y un intelectual. Y fue hasta los años 90 cuando fusioné la vocación cultural y la vocación empresarial, en dos empresas culturales, que son Clío y Letras Libres.

¿Qué cambió en usted la Universidad y ser miembro del Consejo Universitario en tiempos tan convulsos como el final de la década de los 60?

Los 60 fueron una década de muy intensa polémica y pasión ideológica. Por supuesto, yo a pesar de estar en Ingeniería estudiando Cálculo Integral y Diferencial, Geometría Analítica, Física y Mecánica, siempre me interesé por la historia, la filosofía y las corrientes ideológicas que cruzaban en el horizonte, el Marxismo, el Existencialismo, las lecturas de Sartre o de Camus, y de muchos otros. Pero fue hasta el 68 cuando cristalizó, no sólo en mí, sino en muchos de mi generación, la conciencia de que el poder es diabólico, como diría Max Weber. Y yo dedicaría mi vida, ahora lo veo claro, por un lado a estudiar al poder, en libros, ensayos, en biografías, y por otro lado a criticar al poder, en ensayos democráticos y liberales. En estos segundos, siempre quise seguir la huella de mi maestro Daniel Cosío Villegas, cuya principal enseñanza política fue: al poder personal, al poder concentrado en una sola persona, debemos acotarlo. Vivió y murió con esa convicción.

Esta conciencia nació en 1968, y se aclaró, se agudizó y profundizó, cuando tomé posesión como consejero universitario de Ingeniería después del movimiento estudiantil. Ya habíamos sido electos consejeros, y no pudimos tomar posesión porque irrumpió el movimiento. Después, nos tocó la Universidad en ruinas y la dignísima, valentísima gestión en su última etapa de Javier Barros Sierra. Recuerdo una sesión del consejo en la que Barros Sierra dijo: "el Presidente quiere ahogar a la Universidad", nos enseñó los presupuestos y, con inmensa dignidad, la Universidad se apretó el cinturón y resistió. Resistió uno de los periodos más aciagos y trágicos de nuestra historia contemporánea. Fue un gran privilegio y fue apasionante vivir esos dos años como consejero. Luego murió Barros Sierra y a mí me tocó dar un discurso en la Facultad de Ingeniería para honrar su memoria de luchador por la disidencia y la libertad.

¿Este bautizo de sangre en la conciencia lo lleva a estudiar historia en El Colegio de México?

A finales de 68 llegó a mis manos un folleto que informaba la apertura de un doctorado en Historia en El Colegio de México, con clases impartidas por el doctor José Gaos, y se abrían las puertas de El Colegio a estudiantes que vinieran de otras disciplinas, no sólo de licenciaturas de Historia. A mí me apasionó la historia desde niño, de modo que no dudé en presentarme y hacer mi solicitud; aunque me imaginé...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR