Una distancia enorme

AutorMauricio Ortiz
Páginas7-11

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desde un caso familiar

1. Una distancia enorme

Nunca supimos de qué murió mi padre, a los 61 años de edad, hace casi tres décadas. Hombre en esencia sano —ligeramente hipertenso, algo dispéptico y fumador, con piernas varicosas como muchos en su familia; es decir, prácticamente nada—, de buena condición física, activo, pensante, cálido con los suyos y un tanto melancólico hacia el mundo, responsable tal vez en exceso, un sábado notó un dolor en el abdomen y el lunes al anochecer estaba muerto.

El dolor creció y ya no pudo dormir esa noche, así que el domingo fue día de hospitales. Primero había que decidir a cuál ir. ¿Al Español, donde habíamos nacido sus cinco hijos y donde nos habían resuelto la mayor parte de los pequeños asuntos de hospital a toda la familia ¿Por qué no mejor —propuso él entre los espasmos— al Centro Médico

Unos años atrás había tenido un accidente al ir hacia el trabajo, temprano por la mañana. Un coche negro y grande conducido por un hombre trasnochado y en estado de ebriedad embistió su Rambler azul y él salió volando. Quedó tendido, inconsciente, a mitad de la calle, allá por el rumbo de Vallejo, y la ambulancia lo llevó al que por aquella época era sin duda el mejor lugar para tratarlo: el Hospital de Traumatología y Ortopedia del Instituto Mexicano del Seguro Social (imss), en el Centro Médico, hoy día llamado Siglo xxi. Tenía la clavícula y cinco costillas fracturadas, una herida profunda en el lado izquierdo de la cara y un fuerte traumatismo craneo-encefálico que afortunadamente no pasó a mayores. Estuvo hospitalizado alrededor de 15 días. La atención médica fue impecable y mi padre quedó convencido de las bondades del imss, que desde entonces se volvió su elección en materia de atención de la salud.

Por eso aquel domingo fuimos directamente al servicio de ur- gencias del Hospital General del Centro Médico. Pasaron horas en la sala de espera, sin saber nada de lo que ocurría adentro, hasta que finalmente, ya de noche, mi padre fue trasladado en ambulancia al Centro Médico La Raza, otro de los orgullos del imss a principios de los ochenta. El servicio de urgencias era una romería: niños lloran- do, mujeres embarazadas, viejos agonizantes, enfermeras yendo y viniendo, filas de camillas en los pasillos, luz de neón.

Llegado el momento, un doctor cansado nos llamó a mi madre y a mí para explicarnos. Nos enseñó una radiografía del abdomen,

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apuntando con la pluma atómica a una zona en el lado derecho. No había diagnóstico propiamente, sólo sospechas. Seguramente un ameboma —un nido de amibas— en el ángulo donde el colon ascendente se vuelve transverso. Nos mandó a la casa, con un antiespasmódico y una ficha para regresar el martes a hacer estudios...

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