La dignidad

AutorRonald Dworkin
Páginas239-271
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IX. LA DIGNIDAD
¿ESTÁ CERRADA LA MORAL?
Platón y Aristóteles abordaron la moral como un género de la interpreta-
ción. Trataron de mostrar el verdadero carácter de cada una de las prin-
cipales virtudes morales y políticas relacionándolas unas con otras, y
luego con los ideales éticos generales que sus traductores resumieron en
la palabra “felicidad”. Como dije en el capítulo I, pero ahora recuerdo al
lector, utilizo los términos “ético” y “moral” de una manera que acaso
parezca peculiar. Los estándares morales prescriben el modo como debe-
mos tratar a los otros; los estándares éticos, el modo como debemos vivir
nosotros mismos. Podemos —mucha gente lo hace— tratar los califi cati-
vos “ético” o “moral”, o ambos, en un sentido más general que suprima
esa distinción, de modo tal que la moral incluya lo que yo llamo ética, y
viceversa. Pero en ese caso tendríamos que reconocer la distinción que
he trazado en algún otro vocabulario, para preguntarnos si nuestro deseo
de vivir una vida buena nos da una razón que justifi que nuestra preocu-
pación por lo que debemos a los otros. Cualquier vocabulario de ese tipo
nos permitiría explorar la interesante idea de que los principios morales
deben interpretarse de manera tal que el hecho de ser morales nos haga
felices en el sentido al que se referían Platón y Aristóteles.
En este capítulo damos inicio a ese proyecto interpretativo. Aspira-
mos a encontrar algún estándar ético —alguna concepción de lo que
signifi ca vivir bien— que nos guíe en nuestra interpretación de los con-
ceptos morales. Pero hay un obstáculo aparente. Al parecer, esta estrate-
gia supone que entendamos nuestras responsabilidades morales de la
manera que mejor nos resulte; un objetivo que, sin embargo, parece con-
trario al espíritu de la moral, porque esta no debe depender de ningún
benefi cio que pueda acarrear el hecho de ser moral. Podríamos tratar de
refutar esta objeción por medio de una conocida distinción fi losófi ca: la
trazada entre el contenido de los principios morales, que debe ser cate-
górico, y la justifi cación de estos, que podría apelar de manera coherente
a los intereses de largo plazo de los agentes a quienes ellos obligan.
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Cabría argumentar, por ejemplo, que a largo plazo redunda en be-
nefi cio de todos la aceptación de un principio que prohíbe mentir aun
en circunstancias en que el hecho de hacerlo pueda satisfacer los inte-
reses inmediatos del mentiroso. Todo el mundo se benefi cia cuando
todos aceptan una regla privativa de ese tipo, en vez de que cada uno
mienta cuando su interés inmediato así lo aconseja. Sin embargo, esta
maniobra parece insatisfactoria, porque no creemos que nuestras razo-
nes para ser morales dependan siquiera de nuestros intereses a largo
plazo. Nos atrae un punto de vista más austero: el de que la justifi cación
y la defi nición de un principio moral deben ser independientes de nues-
tros intereses, incluso a largo plazo. La virtud debería tener su recom-
pensa en sí misma; no necesitamos suponer ningún otro benefi cio al
cumplir nuestro deber.
Pero ese austero punto de vista fi jaría un serio límite a nuestra in-
sistencia en una descripción interpretativa de la moral: admitiría la
primera etapa que distinguí en los argumentos de Platón y Aristóteles,
pero no la segunda. Podríamos procurar una integración dentro de
nuestras convicciones distintivamente morales. Podríamos enumerar
los deberes, responsabilidades y virtudes morales concretas que reco-
nocemos y tratar luego de incorporar estas convicciones a un orden
interpretativo: una red de ideas que se refuercen unas a otras. Quizá
podríamos encontrar principios morales muy generales, como el utilita-
rio, que justifi can y a su vez son justifi cados por esas exigencias e ideales
concretos. O podríamos avanzar en el otro sentido: establecer principios
morales muy generales que juzguemos atractivos y ver luego si podemos
armonizarlos con las convicciones concretas que nos consideramos ca-
paces de aprobar. Pero no podríamos incluir toda la construcción inter-
pretativa en ninguna red más grande de valor; no podríamos justifi car o
someter a prueba nuestras convicciones morales preguntándonos hasta
qué punto estas sirven a otros propósitos o ambiciones diferentes que
la gente pueda o deba tener.
Eso sería decepcionante, porque es preciso que en nuestra moral
encontremos no solo integridad sino también autenticidad, y esta nos
exige eludir las consideraciones característicamente morales para pre-
guntarnos qué forma de integridad moral se ajusta mejor a la manera
en que queremos concebir nuestra personalidad y nuestra vida. El
punto de vista austero impide esa pregunta. Como reconocimos en el ca-
pítulo VI, es improbable, desde luego, que lleguemos alguna vez a una
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completa integración de nuestros valores morales, políticos y éticos que
sintamos auténtica y correcta. Por eso la responsabilidad es un pro-
yecto siempre en marcha y nunca una misión terminada. Pero cuanto
más amplia sea la red que podemos explorar, más podremos impulsar
ese proyecto.
El punto de vista austero es decepcionante en otro aspecto. Los fi -
lósofos se preguntan por qué la gente debería ser moral. Si aceptamos
aquel punto de vista, la única respuesta es: porque la moral lo requiere.
La respuesta no es obviamente ilegítima. En sus límites, la red de justi-
caciones siempre es, en defi nitiva, circular, y no caemos en un círculo
vicioso si decimos que la moral nos da su propia y única justifi cación,
que debemos ser morales por la sencilla razón de que eso es lo que la
moral exige. Pero, con todo, es triste verse obligado a decir esto. Los
lósofos han insistido en preguntar por qué ser morales, ya que parece
curioso pensar que la moral, que a menudo es farragosa, tiene la fuerza
que tiene en nuestra vida por el mero hecho de estar ahí, como una
ardua y molesta montaña que debemos atravesar constantemente, pero
acerca de la cual podríamos tener la esperanza de que no estuviera o,
de algún modo, se desmoronara. Queremos pensar que la moral se co-
necta con los propósitos y ambiciones humanos de una manera menos
negativa: que no todo en ella es restricción y nada valor.
Propongo, por lo tanto, una comprensión diferente de la idea irre-
sistible de que la moral es categórica. Para justifi car un principio moral
no podemos limitarnos a mostrar que, de seguirlo, se promoverán los
deseos de una persona o de todas, sea en el corto o en el largo plazo. El
hecho del deseo —aun un deseo ilustrado, aun un deseo universal su-
puestamente ínsito en la naturaleza humana— no puede justifi car un
deber moral. Así entendida, nuestra sensación de que la moral no nece-
sita servir a nuestros intereses es solo otra aplicación del principio de
Hume. No excluye el lazo entre la ética y la moral tal como lo hicieron
Platón y Aristóteles y tal como lo propone nuestro proyecto, porque
este considera que la ética no es un dato psicológico concreto acerca de
lo que la gente acierta a querer y ni siquiera de lo que inevitablemente
quiere o toma como benefi cioso para sus propios intereses, sino, en sí
misma, una cuestión de ideal.
Necesitamos un enunciado de lo que deberíamos tomar como nues-
tras metas personales que se ajuste a nuestra percepción de las obliga-
ciones, los deberes y las responsabilidades que tenemos para con los

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