La dictadura democrática

AutorEmilio Rabasa
Páginas69-92
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l grande hombre era Juárez. Presintió los acontecimientos
que, en la incubación del pasado, tenían una vida latente,
pronta a convertirse en fuerza y en acción, y, para dominarlos,
comenzó por obedecer a la necesidad que había de producirlos.
Comonfort interpretaba la Revolución de Ayutla con fidelidad
de jurista probo que respeta la ley; se atenía a sus tibias prome sas
y a sus modestas autorizaciones; creía que el Plan revoluciona-
rio era un compromiso inviolable entre sus autores, represen-
tados por el gobierno, y los que en la lucha habían tomado
participación; es decir, la Nación entera. Juárez vio en la revo -
lución un síntoma y, en la obra del Congreso Constituyente, una
aspiración ahogada; tomó el Plan de Ayutla como promesa
cumplida, que, una vez satisfecha, había extinguido todo compro -
miso para lo porvenir; entendió que la evolución social, fuerza
oculta de la victoria sobre Santa Anna, era una imposición del
desenvolvimiento histórico; que había fuerzas capaces de rea -
lizarla, y, en lugar de obedecer al Plan, tuvo por más obligatorio
servir a la Constitución, que era el compromiso nuevo y que
había reemplazado ventajosamente a los artículos incoloros
del pacto de Ayutla, y servir a la Reforma, que era ya una con-
secuencia de los debates del Congreso.
LA DICTADURA DEMOCRÁTICA
E
Juárez no paró mientes en los errores de la Constitución,
que imposibilitaba la buena organización del gobierno; no tra-
taba de gobernar, sino de revolucionar; no iba a someterse a una
ley que para él y los reformistas era moderada e incompleta, sino
a integrar la reforma que apenas delineaba; iba a satisfacer el
espíritu innovador, regenerador, de la minoría prog resista a quien
tocaba toda la gloria de las conquistas alcanzadas en la Consti -
tución, y cuyas derrotas no habían hecho más que atizar el ardor
de todos sus correligionarios. Juzgar los detalles de la ley como
base de gobierno habría sido una puerili dad en momentos en
que era imposible organizar y se necesitaba destruir.
La Constitución, que para Juárez no podía ser más que tí-
tulo de legitimidad para fundar su mando, y bandera para reu-
nir parciales y guiar huestes, era inútil para todo lo demás. La
invocaba como principio, la presentaba como objeto de la lu -
cha; pero no la obedecía, ni podía obedecerla y salvarla a la vez.
Como jefe de una sociedad en peligro, asumió todo el poder, se
arrogó todas las facultades, hasta la de darse las más absolutas,
y antes de dictar una medida extrema, cuidaba de expedir un
decreto que le atribuyese la autoridad para ello, como para fun -
dar siempre en una ley el ejercicio de su poder sin límites.
Así gobernó de 1858 a 1861, como la autoridad más libre
que haya sabido en jefe alguno de gobierno, y con la más li -
bre aquiescencia de sus gobernados, puesto que sólo se le obe-
decía por los que tenían voluntad de someterse a su imperio; y
así llegó al triunfo, y restableció el orden constitucional, cuan -
do entró en la capital de la República.
Ya desde Veracruz, en noviembre de 1860, había expedido
convocatoria para la elección de diputados y de presidente de la
República que debía hacerse en enero siguiente. Se retiran a los
gobernadores las facultades extraordinarias que habían tenido.
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LA CONSTITUCIÓN Y LA DICTADURA

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