El desprestigio de la política: Lo que no se discute

AutorBeatriz Stolowicz
Páginas165-192

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El problema

Casi es un lugar común reconocer el desprestigio actual de la política, de los partidos y de los políticos. El fenómeno es común en toda América Latina, a pesar de las diferencias observables en las realidades políticas entre los países. Una primera manifestación de este desprestigio es el rechazo al elitismo político, que se expresa en afirmaciones como “todos los políticos son iguales”, “se representan a síPage 166mismos”, “no luchan por ideas sino por prebendas”, “se han alejado de la gente”. Hay en estas expresiones de rechazo un fuerte componente ético, que descalifica a los políticos de manera personal y, por extensión, a la política en general.

Es un cuestionamiento compartible ante el cual no cabe la neutralidad, entre otras razones, por las trágicas consecuencias políticas que tiene. Pero cuando nos encontramos ante un fenómeno de tal grado de generalidad, la personalización del mismo no basta para explicarlo, y menos aún para tratar de transformarlo. Es necesario llegar a explicaciones consistentes que vayan más allá de las enjundias descriptivas con que se plantean las críticas actuales.

Cabría preguntarse si es algo verdaderamente novedoso que existan en América Latina prácticas políticas como las que hoy se cuestionan. La respuesta es negativa, pues entre el sector mayoritario de la clase política latinoamericana éstas han sido sus prácticas de siempre. La historia de los partidos tradicionales en América Latina ha sido la de la manipulación clientelista, los acuerdos cupulares entre las fracciones dominantes y la demagogia y, con escasas excepciones, la del enriquecimiento personal o empresarial a partir de los cargos públicos. Hoy hay un mayor cuestionamiento a estas prácticas políticas tradicionales por dos razones: primero, porque se impuso la idea de que ellas eran achacables a los “populismos”1 latinoamericanos y que sólo con la modernización liberal de los sistemas políticos serían eliminadas, lo cual no sólo no ocurrió sino que se agravó; segundo, porque la política tradicional se amparaba en políticas estatales desarrollistas que realizaban una relativa distribución del ingreso, sobre todo a los sectores medios urbanos, que atemperaban la percepción de la política institucional como botín de una élite, como hoy se la percibe.

El desprestigio de los partidos puede vincularse a la crisis de representación que éstos tienen respecto a los intereses de vastos sectores de la población latinoamericana; y esto ocurre, precisamente, cuando se han generalizado en la región los sistemas representativos liberales, identificados como la democracia, pero que son funcionales para la reproducción de un capitalismo cada vez más explotador y excluyente.

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Lo novedoso es que un componente de la modernización neoliberal de los sistemas políticos sea la creciente presencia en ellos de varios partidos de izquierda, que llegan a ganar elecciones de gobiernos locales y a aumentar considerablemente sus representaciones parlamentarias. La izquierda gana elecciones porque amplios sectores cuestionan al neoliberalismo pero, paradójicamente, esta izquierda desarrolla su representación de intención crítica según las reglas del juego que garantizan la estabilidad política de la reproducción capitalista neoliberal.

Los éxitos del sistema dominante en inducir la integración de varios de estos partidos de izquierda a sus concepciones y reglas del juego, ya sea como vocación o prácticas parlamentaristas, hacen que el rechazo se haga extensivo a los de izquierda (“todos son iguales”). Y tal vez éste sea el componente más irritante y frustrante para amplios sectores de la propia izquierda respecto de “la política”, por lo que toman distancia de los partidos con representación parlamentaria.

En los últimos años, estos sectores de izquierda no partidaria han comenzado a tener una presencia política importante y se han reorganizado en diferentes movimientos y organizaciones sociales que se van cohesionando en torno a dos elementos comunes: su lucha contra el neoliberalismo y su negación de la política y de los partidos, en un plano de contradicción dicotómica entre lo social y lo político,2al punto de que se habla de una “izquierda social” en contraposición a una “izquierda partidaria”.

Los rechazos de la primera a la segunda no constituyen todavía una crítica consistente, porque no logran superar los parámetros analíticos e ideológicos dominantes de la política. Se niega la política en general, a partir del supuesto de que esto que observamos hoy como la “política realmente existente” es su única forma de existencia posible. De igual manera, se niegan los partidos en general, a partir del supuesto de que “así son” los partidos. Es una visión ahistórica que hace tabla rasa de experiencias previas diferentes, y que no se interroga por las causas de los cambios. La carencia de autocríticas serias sobre la crisis de la izquierda tras las derrotas políticas en la región, sobre las repercusiones de la crisis del llamado socialismo real, y sobre lasPage 168verdaderas limitaciones teóricas por rectificar, abona que sean las críticas burguesas a los partidos de izquierda las que se impongan.

Lo que debe reconocerse es que, más allá de sus limitaciones conceptuales, el cuestionamiento a los partidos ha tenido una repercusión considerable. En general, todos incorporan ese asunto en sus discursos. En el caso particular de los de izquierda, el acuse de recibo se acompaña de la constatación empírica del alejamiento político de amplios sectores de sus bases sociales tradicionales.3 Pero tampoco esto está propiciando análisis autocríticos consistentes, fundamentados en una revisión profunda de sus concepciones sobre la política.

A lo sumo, entre los sectores partidarios más sensibles a esta problemática se hacen declaraciones en términos de voluntad política para buscar el acercamiento con los sectores sociales. Pero hay otros grupos de los mismos partidos que fundamentan su diagnóstico en retrasos en los procesos “modernizadores” encarados ya por los partidos, como si se necesitara aún “más de lo mismo”.

En estas falencias tanto en las críticas como en las autocríticas, lo que emerge es el enorme desconocimiento que hay entre la izquierda sobre lo que es el liberalismo como proyecto político conservador de la burguesía en el poder. Todavía se asocia el liberalismo fundamentalmente con las manifestaciones ilustradas y libertarias del discurso antioligárquico, enarbolado por algunos intelectuales y políticos, que quedó en el imaginario político latinoamericano como un pendiente histórico virtuoso. Y esto ha sido así, entre otras razones, porque en América Latina el liberalismo no ha sido el modelo político predominante hasta la década pasada.4

Antes de los años setenta, el sistema representativo liberal era la excepción: sólo en Chile, Uruguay, y en menor medida en Costa Rica, tuvo una existencia prolongada y con legitimidad social. En el resto de los países, la generalidad ha sido la de regímenes autoritarios dictatoriales o de tipo corporativo, o con estructuras de poder oligárquico modernizado, en los que las elecciones y los parlamentos no eran más que una fachada republicana. Y por ello, en la mayor parte de la región las luchasPage 169políticas de los dominados (y la conquista de libertades liberales) se desarrollaron al margen de las lógicas y prácticas representativas liberales: desde las guerrillas (anteriores a la Revolución Cubana, como en el caso colombiano, y más ampliamente después de 1959) y acciones políticas marginales hasta formas corporativas.

Si para muchas izquierdas latinoamericanas la acción política en el marco de la democracia liberal es una experiencia inédita, las circunstancias actuales les plantean retos teóricos y políticos mucho mayores, pues se trata del modelo más conservador de democracia liberal, la democracia gobernable, cuya finalidad es administrar y legitimar políticamente el orden social más antidemocrático que haya tenido América Latina, con niveles de desigualdad social y regresiones excluyentes incomparables.

La crisis de representación que acusan los partidos de izquierda tiene como trasfondo los cambios en la estructura social originados por el nuevo capitalismo, que ha modificado las formas de existencia de los grupos sociales que busca representar: la clase obrera industrial ha perdido peso específico en el mundo de los explotados; éste, además, está diversificado y disperso económica y socialmente; las diferenciaciones entre los sectores medios, así como la existencia de nuevos sectores afectados por el capitalismo neoliberal, replantean las alianzas sociales que definen el campo de lo popular.

No hay suficientes estudios que arrojen claridad en estas cuestiones, pero también hay bloqueos epistemológicos que impiden encararlas. Parte importante de la izquierda latinoamericana ha sucumbido ante la hegemonía ideológica del liberalismo conservador, que ha transformado sus concepciones sobre la sociedad, el Estado, la política y la democracia, y ha afectado sus objetivos y prácticas políticas.

Dadas las limitaciones de espacio, a estas últimas cuestiones dedicaré el análisis en este trabajo: cómo la adopción de las concepciones y prácticas políticas liberales ha facilitado la subordinación de la izquierda a las reglas del juego de la democracia gobernable, lo que condiciona su capacidad política de representar los intereses de los sectores sociales que demandan la...

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