Las delincuentes y la aplicación de la justicia

AutorMartha Santillán Esqueda
Páginas265-317

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UNO DE LOS logros que ostentaban los creadores del Código de 1931 fue el ensanchamiento de los límites mínimos y máximos de las penas y, con ello, la ampliación del arbitrio judicial, lo que posibilitaba la individuación de las sanciones. A diferencia del Código Penal de 1871, en el cual se notaba el esfuerzo por restringir el arbitrio judicial,1los códigos posrevolucionarios otorgaban más campo de acción a los jueces de sentencia, sobre todo el de 1931.2

Este último entendía al delito como un hecho contingente resultado de “fuerzas antisociales”, producto de una serie de circunstancias sociales y personales del sujeto.3De modo que al brindar al juez la posibilidad de “aumentar o disminuir la pena en armonía con los progresos o retroceso de la voluntad injusta del reo que se trata de corregir”, se buscaba que la sanción se adaptara “más que al delito cometido, a la temibilidad o perversidad del delincuente que lo ejecuta”.4En otras palabras, los juzgadores en la práctica aplicaban sus criterios para “estirar y alojar la represión” considerando para ello las características del delincuente y los motivos del delito.5En este contexto, y bajo la consigna de que debían “concentrar su atención en el criminal” al momento de sancionar una conducta,6las

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interpretaciones de los casos por parte de cada uno de los jueces llegaban a ser determinantes al dictar sentencia, la cual podía ser severa, laxa o absolutoria. De acuerdo con el Código Penal los juzgadores debían considerar “la edad, la educación, la ilustración, las costumbres y la conducta precedente del sujeto, los motivos que lo impulsaron o determinaron a delinquir y sus condiciones económicas”,7 así como antecedentes personales, relaciones sociales y condiciones generales de la vida del delincuente que pudieran demostrar una mayor o menor amenaza para la comunidad.

Aun cuando el Código Penal consideraba pocos crímenes en los que las mujeres podían ser sólo las victimarias (aborto e infanticidio) o, bien, las víctimas (rapto y estupro),8no había ningún señalamiento que hiciera distingos de género con respecto a la aplicación de penas; no obstante, cabe señalar que ello era una discusión vigente entre especialistas del Derecho. En el anteproyecto de Código Penal de 1947 (que nunca fue aprobado) se sugería tomar en cuenta, además de las características ya señaladas, el sexo del delincuente.9De cualquier modo, los jueces apegados al Código vigente de 1931, aun cuando no tasaban de forma expresa las sanciones en función del sexo del criminal, en las consideraciones de autos y sentencias sí llegaban a evidenciar una apreciación particular cuando el delincuente era mujer. Dado que los jueces son producto de su tiempo, no pueden sustraerse a esquemas y valores existentes en su contexto;10por ello, es indudable que el amplio arbitrio permitía que al impartir justicia se ponderaran valores de género con los cuales los jueces coincidieran en mayor o menor medida. En el periodo de estudio, los jueces solían simpatizar con procesadas en situaciones de pobreza o de ignorancia; ello en concordancia con la retórica posrevolucionaria de la justicia social. Pero también, acorde a los esquemas de género hegemónicos, llegaban a ser benevolentes con aquellas mujeres que se mostraban honradas, decentes, recatadas sexualmente y como buenas madres o amas de casa.

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Por su parte, las procesadas no eran sujetos pasivos ante la justicia, se resistían, defendían y exponían sus puntos de vista ante las acusaciones que enfrentaban. En los expedientes criminales se entrecruzaban miradas y visiones, en ocasiones muy distintas, referentes a la vida, al orden social, a los comportamientos cotidianos y a las relaciones interpersonales. Tal como sostiene Arlette Farge, en los juicios se esbozan “primeramente la forma en que se imbrican (bien o mal) los comportamientos personales y colectivos en las condiciones formuladas por el poder”.11De un lado, se encuentran los representantes del Poder Judicial y, del otro, los transgresores penales o subalternos que por motivos diversos no se ajustaron a la normativa oficial.12Los primeros pretendían establecer a través de la justicia penal “no sólo un respeto a las autoridades”, sino también “una particular concepción sobre el orden social. Este impulso pedagógico, junto con las propias prácticas de la justicia, lo que establece es un nexo entre la cultura legal estatal y la cultura popular, un espacio de encuentro donde es posible detectar lógicas o entendimientos diferentes”.13

En tanto, las inculpadas buscaban conseguir una resolución lo más favorable posible sirviéndose de estrategias diversas; empleaban mecanismos de resistencia como evadir un arresto, corromper a las autoridades o procurarse al mejor abogado defensor posible, al tiempo que esgrimían estrategias narrativas de negociación utilizando diversos argumentos retóricos y jurídicos. Así, los recursos materiales, humanos e intelectuales con los que pudieran contar las procesadas eran fundamentales para llevar un proceso más o menos exitoso.

En este último capítulo reflexiono en torno al accionar de las mujeres que transitaron por los juzgados y su interacción con empleados de los tribunales y con los jueces. Asumo a las declaraciones de las inculpadas, más que como simples dichos, como “un deseo de convencer y una práctica de las palabras” que adoptan “modelos culturales”.14

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En sus exposiciones es posible encontrar construcciones narrativas que tenían la intención no sólo de explicar sus actuaciones, sino de disminuir los costos del acto por el que se encontraban detenidas, para lo cual se dirigían a las autoridades apropiándose de la retórica oficial o, bien, de los estereotipos de género dominantes. Así, me concentro en analizar las narrativas, esto es, las estrategias argumentativas más comunes de negociación empleadas por las criminales y por sus defensores, al tiempo que busco destacar la sensibilidad de los juzgadores ante tales exposiciones. En otras palabras, estudio las formas en que se trenzaban los argumentos de los funcionarios judiciales con las narraciones de las inculpadas —y sus defensores—, articulación que se evidencia tanto a lo largo del proceso como en las sentencias. Cabe precisar que no es de mi interés anotar si los hechos delictivos sucedieron tal como lo explican las procesadas o tal como lo interpretan o valoran los jueces, tampoco me ocupo por saber si el castigo aplicado —aun cuando estuviera conforme a lo estipulado por la ley— fue el más adecuado, pues son tareas, aunque importantes, que rebasan los intereses de este trabajo.

El proceso penal

Existen tres momentos claves en la determinación de la responsabilidad penal: el pedimento acusatorio por parte del Ministerio Público; el auto de formal prisión por parte del juez de instrucción; y la sentencia por parte de la corte penal. El agente ministerial era la única figura habilitada para iniciar una acción penal, esto es, realizar la detención (con orden judicial), hacer las averiguaciones previas y solicitar al juez de instrucción el inicio del proceso judicial.15El segundo momento era cuando el juez de instrucción determinaba, en función de la interpretación que realizaba de las pruebas e indicios, si existían suicientes elementos para presumir la responsabilidad del sujeto indiciado. Y, por último, en la sentencia (ya sea en la primera o la segunda instancia) se admitía o se negaba esa responsabilidad y se ijaba la pena; es decir, el individuo procesado era absuelto o se convertía en un delincuente merecedor de un castigo según la ley.

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Era labor de los jueces verificar la existencia del delito por el cual acusaba el Ministerio Público, así como aplicar la sanción correspondiente de acuerdo a las características sociales y personales del infractor y las circunstancias del crimen. Por su parte, los incriminados para defender sus posturas estaban obligados a insertarse en las lógicas propias del proceso judicial, el cual se conformaba con “saberes expertos” (reglas procesales y el lenguaje especializado) que solían serles ajenos.16En México el juicio penal se llevaba por escrito, las declaraciones de los implicados se transcribían y debían ser irmadas por ellos o, en su defecto, colocar huella digital. Así, los puntos de vista de todo procesado llegaban a sus juzgadores sólo a través del papel, aunque también existía la posibilidad de que fueran escuchados en las audiencias celebradas previo a que se dictara sentencia. El formalismo y la rigidez del proceso judicial brindaba escasas oportunidades a los indiciados para tomar la iniciativa en su defensa; con todo, el poder judicial no era omnipotente ni unívoco, y se abrían espacios de acción para todo enjuiciado.

De acuerdo con el Código de Procedimientos Penales de 1931, el Distrito Federal se encontraba dividido en cuatro partidos judiciales (México, San Ángel, Coyoacán y Xochimilco) y ocho cortes penales o tribunales de primera instancia, conformadas por tres juzgadores cada una (CCP, arts. 622, 630 y 11º transitorio). Estos jueces debían tener título de abogado y cinco años mínimo de experiencia, por lo que provenían de sectores medios o privilegiados. Las cortes penales de primera instancia eran las encargadas de conocer todos los asuntos criminales y dictar sentencia, salvo los casos que ameritaban sanciones menores como apercibimiento, caución de no ofender, multa menor a 50 pesos o prisión menor a seis meses; los juzgados de paz eran los encargados de estas causas (CCP, art. 10).

Los funcionarios de la policía judicial estaban obligados a proceder “de oficio” en la investigación de los crímenes que llegaban a su conocimiento; los únicos crímenes que...

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