Qué debe ser una Constitución

AutorRaúl Carancá y Rivas

Ahora bien, una posible reforma del Estado, como se ha dado en calificarla, comprende un amplio espectro; ya que aunque el Estado es un ente jurídico por naturaleza se desplaza hacia diversos puntos de acción o actividad. A esto se lo llama gobernabilidad o capacidad de gobernar. Sin embargo esos desplazamientos, esos caminos, han de ser forzosamente constitucionales y legales. Lo contrario sería desconocer la naturaleza del Estado y negar el discurso reiterado, hasta hoy bastante ambiguo y difuso, con marcados tintes de demagogia, acerca de un Estado de Derecho. Lo evidente es que desde hace varios sexenios se flagela al Estado de Derecho con violaciones constantes a la norma constitucional. Y se lo sigue flagelando ya sea por ineptitud, ignorancia o dolo. Pareciera que nos hemos acostumbrado a una metaconstitucionalidad que carcome el alma de la democracia. En tal virtud una reforma del Estado no es dable sin el sustento constitucional, razón por la que toda modificación constitucional de fondo afecta o afectaría la estructura del propio Estado. Lo que hay que hacer al respecto es poner la mayor atención en las fisuras que lastiman al tejido social, en ver cuáles son de mayor gravedad e imprescindible atención; pues de este trabajo dependerá que el cuerpo y el sistema vertebral del Estado subsistan. Al respecto yo tengo para mí, y creo que la mayoría de los mexicanos coincidimos en ello, que la inseguridad pública reinante, la ola creciente de criminalidad y la falta absoluta de una coherente Política Criminal Preventiva-Represiva del Estado, son el tema constante de preocupación del pueblo. El Diputado Romero Apis, con aguzado tino, habla de la paz y la seguridad nacional, la forma de gobierno, el federalismo, la democracia, el equilibrio de poderes, la soberanía y el desarrollo; sosteniendo que estas cuestiones guardan relación directa con la seguridad de la Nación, la supremacía real de la Constitución, la protección jurídica del individuo, la cultura de la legalidad, el control integral de las potestades públicas, la eficacia y la vigencia plena de las consecuencias del Derecho. Yo coincido aunque por prurito de jurista y académico completo el cuadro resaltando las que a mi parecer abarcan y compendian a las otras. Las resumo así: equilibrio de poderes, supremacía real de la Constitución, protección jurídica del individuo, cultura de la legalidad, eficacia y vigencia plena de las consecuencias del Derecho. Añadiendo que la inseguridad pública y la criminalidad se dan en sociedades con determinadas características (me niego a suponer con Jean Pinatel que toda sociedad sea de suyo criminógena); siendo la nuestra, por supuesto, una de ellas. Resultado inevitable de lo anterior: hay o habría que cambiar la sociedad en que vivimos. Utopía. Desde luego, aunque la utopía (del griego oú, no, y topia proveniente de tópos, lugar), que en rigor significa no lugar o ausencia de lugar, no quiere decir que no pueda haber un sitio o lugar. Recordemos que Platón, padre de todas las utopías habidas y por haber, habló del Tópos Uranos, o sea, del lugar de Urania, la Afrodita celeste. Por mi parte identifico el Tópos Uranos con el deber ser jurídico. ¿Y no acaso, me pregunto, una Constitución es siempre un deber ser? ¿No el Derecho en su conjunto lo es? Conclusión: para cambiar la sociedad en que vivimos comencemos por darle nuevas reglas y nuevos estatutos, nuevos principios jurídicos. ¿Una nueva Constitución? No, pero sí una Constitución modificada o renovada.

En el cuerpo social sucede lo mismo que en el cuerpo humano. Una arteria, una fibra cerebral, un corpúsculo insignificante flotando en nuestros humores, pueden generar resultados catastróficos. Y en el cuerpo constitucional, origen y punto de apoyo del social como es en la actualidad, hay zonas o partes, aspectos, de los cuales depende la totalidad. Por eso yo pienso, sobre todo en atención directa a los problemas lacerantes que hoy minan la confianza del pueblo, que el primer compromiso del debate constitucional es allanar el camino, despejarlo, con modificaciones a la Carta Magna que entrañen resonancias jurídicas, evocando a Calamandrei, de muy largo alcance. Eso sí, no olvidando jamás la composición formal y material de una Constitución, de la Constitución Mexicana en concreto. Ferdinand Lassalle, en su famoso libro intitulado ¿Qué es una Constitución?, nos da la pauta crucial del asunto. Porque lo primero en la investigación e indagación de tal asunto es averiguar en qué consiste la verdadera esencia de una Constitución. El gran filósofo y politólogo alemán nos ofrece una respuesta definitiva. Una Constitución, nos dice, es “la suma de los factores reales de poder que rigen en un país”. Luego afirma: “Se cogen esos factores reales de poder, se extienden en una hoja de papel, se les da expresión escrita, y a partir de este momento, incorporados a un papel, ya no son simples factores reales de poder, sino que se han erigido en derecho, en instituciones jurídicas”. Lassalle concluye que: “las constituciones escritas no tiene valor ni son duraderas mas que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social”. Yo comparto la crítica a los que pregonan que en materia constitucional ya nada sirve y que, por lo tanto, hay que adquirir todo nuevo. En mi opinión se trata de posturas ideológicas o intelectuales protagónicas, resultado de querer inventar el hilo negro. Lo histórico, lo evidente, lo cierto y comprobado es que la Revolución Mexicana de 1910 echó por tierra a un régimen político caduco, desgastado. Los científicos de Porfirio Díaz no eran sino los tecnócratas de hoy, ofreciendo fórmulas de un “feudalismo político” ajeno al pueblo. Se echaron por tierra, en suma, factores reales de poder ya inoperantes en el contexto social. Y de la eclosión revolucionaria, del estallido social, fueron...

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