En comisión oficial y luego cesante

AutorAbel Camacho Guerrero
Páginas121-133

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Bueno, historia aparte, se cuenta que la revolución ha terminado. Es la hora de regresar cada quien a sus hogares. ¿Pero, en qué condición vuelven a sus casas los soldados de la insurgencia? Algunos combatientes ganaron en la lucha armada grados militares. Muchos, por supuesto los más, los hombres de tropa, lo que escaparon de quedar para siempre en la fosa improvisada en los desiertos de Coahuila y Chihuahua, regresan con el relato espontáneo de algarabía ruidosa en interminable, contando a familiares, vecinos y coterráneos, (menos afortunados que ellos porque "no fueron a la bola") que, "tumbaron" a Porfirio Díaz, y que ahora todos tendrían libertad y pan.

Estos ilusos de la vida eran los hombres del campo, los campesinos de la hacienda, los despojados de sus tierras, los deudores a las tiendas de raya, los esclavos sometidos a peaje. Decían que el jefe Madero ganó la guerra y quien sabe por qué de inmediato ordenó que los revolucionarios entregaran al gobierno su máuser y la treinta-treinta y que los soldados federales siguieran cuidando el orden y garantizando la tranquilidad a todo el mundo, como si continuaran los tiempos porfirianos.

El tren especial en que viajaba el señor Madero rumbo a la Ciudad de México partió de Torreón la tarde del día 5 de junio de 1911. Los vecinos que conocían a sus acompañantes, los fueron identificando cuando bajaban a pasear por los andenes de las estaciones, entre el tumulto jubiloso que aplaudía y aclamaba a don Francisco I. Madero. Con éste iban su esposa, su señor padre, sus hermanos Ángela, Mercedes, Gustavo y Raúl; Garibaldi, Francisco y Emilio Vázquez Gómez, el licenciado Eduardo Ruíz, Cándido Navarro, Pedro Antonio de los Santos y su secretario particular, Juan Sánchez Azcona. En Torreón bajó del tren Adrián Aguirre Benavides, para visitar a su familia, pero, ¿y los demás, aquellos que acompañaron al señor Madero en San Antonio, Tex., en Bustillos, en Casas Grandes y en Ciudad Juárez? Bueno, los demás se esparcieron, después de la victoria, unos por los estados del norte, cada quien a su rumbo, a esperar ver cómo florecía el nuevo orden de cosas, y otros, los del centro del país, buscando camino para retornar a sus cobijos hogareños.

Entre estos últimos, más pensativo que jubiloso, regresaba el capitán Francisco Múgica, preguntándose si valió la pena, para el bien del país, la revolución

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que concluía con un pacto que dejaba en el poder a uno de los hombres del dictador caído.

En el maremágnum de pasajeros amontonados en el carro de ferrocarril, el capitán meditaba con pesimismo en cuáles podrían ser las consecuencias que se derivarían del pacto de Ciudad Juárez, al tiempo que sentía satisfacción por el decoro del cívico deber cumplido.

Ahora conocía a muchos correligionarios entre los que llamaron con particularidad su atención, Juan Sánchez Azcona, Roque Estrada, Eduardo Hay, Paulino Martínez, Venustiano Carranza y José Ma. Pino Suárez. Por supuesto que había conocido a la familia Madero, pero el revolucionarismo de los Madero le parecía dudoso y vacilante. Conoció también a Pascual Orozco, hijo, bajo cuyas órdenes militó en uno de sus primeros combates; a Eugenio Aguirre Benavides, entusiasta, valiente, fervoroso en su convicción revolucionaria y absolutamente leal al señor Madero; a Pedro Antonio de los Santos, a don Arturo Lazo de la vega, a Juan Andrew Almazán, y a tantos otros, que en realidad su mundo de relaciones revolucionarias se había vuelto tan amplio como las extensas llanuras del norte.

Francisco Múgica había salido de la Ciudad de México a San Antonio, Tex., por ferrocarril, en carro de segunda, con su carácter de civil. Ahora vuelve de Chihuahua a la Ciudad de México en un carro, otra vez, de segunda, que formaba parte de un tren polvoriento, destartalado, tirado penosamente por una máquina cansada, que comía con afán insatisfecho o carbón o leña, y que cuando lograba levantar el vapor de su caldera, hacía que el tren alcanzara velocidades de treinta, y por momentos de excepción, hasta cuarenta o setenta kilómetros por hora.

En el tren en que viajaba el capitán Múgica se movía un abigarramiento de hombre, mujeres y niños; grupo de seres acomodados al través, unos frente a otros, y fardos, maletas, bultos tantos, que no era posible pensar en comodidad, razón por la que el capitán Múgica aprovechaba las paradas que hacía el ferrocarril en las estaciones, para bajar y caminar por el andén. Después subía de nuevo a su carro; ocupaba su asiento de tablas, frente a la ventanilla de cristales rotos o ante una cortina hecha jirones. Viajaba en un tren típico de la revolución y por contaste a las circunstancia actuales, recordó la noche aquella en que descansó cómodamente, en la pausa de los combates, al socaire de la pared de adobe, de casona en ruinas, abandonada en el despoblado desierto. El tren, en ese momento su tren, lo llevaba a sentirse, como lo recordaría al rodar de los años, en movible falansterio de mendigos.

El falansterio llegó por fin a la hoy desaparecida estación de ferrocarril, en Escandón, de la Ciudad de México.

En la metrópoli la vida seguía su curso normal, el de siempre, el mismo que le daba vida el 20 de febrero del mismo año, en que la dejó, con la diferencia que hoy la lluvia tempranera de verano, daba brillo a los árboles y encendía luces en el prado florido.

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En la Ciudad de México el capitán Múgica se alojó en una casa de huéspedes ubicada en las calles de la Veracruz, al norte de la Alameda Central, a la que si propietario, hombre de buen humor, llamó "EL Chiripazo".

Desde luego se puso en contacto con sus compañeros de campaña que llegaron antes que él a la capital. Roque Estrada le hizo saber que el secretario de gobernación, por acuerdo del Presidente Provisional, lo había nombrado con fecha de junio 2, Delegado de Paz en el estado de Michoacán y que debería ocurrir a dicha Secretaría para recoger su orden de comisión.

Cuando Múgica se incorporó en el norte a la Revolución, era para los hombres de Madero un ignorado entusiasta de la causa. Ahora volvía nimbado, así le pareció, por el prestigio de haber cumplido su deber de buen mexicano, a pesar de la penurias, privaciones y sacrificios que tuvo que sufrir.

El capitán tiene en sus manos el oficio que le entregó el Secretario Particular del Subsecretario de gobernación. Lo lee y lo vuelve a leer. Sorprendido piensa en los mucho que ha vivido en tan poco tiempo. Recuerda con gran actitud la bondadosa conducta de Roque Estrada hacia él, quien pirateando sepa el diablo cómo, a la Junta Revolucionaria en San Antonio, Tex., pudo entregarle, según anotó en su pretendido diario, las cantidades de 10 y 8 dólares, respectivamente, los días 12 y 26 de febrero, pero ¡qué hubiera dicho o pensado el capitán si se hubiera enterado de que tarde, ya fallecido él, escribió don Adrián Aguirre Benavides, testigo en San Antonio Tex., de privaciones y desvelos que padecieron varios conspiradores revolucionarios: "Y no debo omitir, porque la historia debe ser completa, que la organización de la revolución fue de tal manera mezquina, que nuestros compañeros de San Antonio, Tex., entre los que había quienes habían de ser luminarias, Pancho Múgica, Roque Estrada, Juan Andrew Almazán, Marciano González, padecieron verdadera hambre porque no había con qué darles de comer o para que armados se internaran a pelear en el país que era su anhelo y para eso estaban allí":

¡Lealtad de don Adrián Aguirre Benavides a la verdad!

Por lo que respecta a las "luminarias" que descubrió el señor Aguirre Benavides, en los cuatro hombres de la revolución que nombra, no se equivocó, según el autor, por lo que respeta a tres de ellos: Múgica, quien entre otras virtudes tuvo la de ser dignísimo o constituyente de 1917 y muy alto funcionario con merecida gloria de honradez; Marciano González, pundonoroso, valiente, honrado general de la revolución: Roque Estrada, abogado de integridad proverbial y limpia trayectoria en la revolución, quien como Presidente de la Suprema Corte de Justicia, (ejemplo que otros señores debieron y deben imitar), con toda dignidad interpretó y aplicó la ley.

En cuanto al señor general Juan Andrew Almazán, ¡quién sabe!, ¿qué te parece, lector? En turno, fue maderista, zapatista, huertista, antizapatista y constitucionalista concluyendo por formar buena fortuna personal al lado de los regímenes revolucionarios, sin que esto haya sido inconveniente para que agitara con éxito el país como candidato presidencial de oposición al grupo en el poder, y dejara...

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