Si, fui a Comála porqué?

AutorLeonardo Irra
Páginas76-77
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THEMIS | ARTHEMIS
Cuando en aquel lejano año del 73 vino el autor del Alpeh (Jorge Luis Borges) a nuestro país, se reunió primeramente con
el presidente Echeverría Álvarez. Para entonces, y creo que sin ningún posterior reproche, pronunció: si este es el presidente,
no quiero ni imaginar a su gobierno”. De allí partió, y pidió “por favor” a aquellos antriones que lo acompañaban, que pudie-
ran enlazarlo con Juan Rulfo. Cuando estos sugirieron un desayuno:
“Pido clemencia. Preero los atardeceres. Las mañanas me derrotan. Ya no tengo el brío ni las fuerzas para entregar al día lo que se
merece. Hoy el crepúsculo me sienta mejor… solo quiero conversar con mi amigo Rulfo.”
Al llegarse el siete de enero recordé algunas de estas palabras, y es que de este día a la fecha del 86 se estuvieron cumplien-
do treinta y cuatro años del cese del maestro jalisciense, y entonces releí el mito de aquel encuentro.
Rulfo: Maestro, soy yo, Rulfo. Qué bueno que ya llegó. Usted sabe cómo lo estimamos y lo admiramos.
Borges: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver un país, pero lo puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado
la verdadera dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos «maestro», dígame Jorge Luis.
Rulfo: Qué amable. Usted dígame entonces Juan.
Borges: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan denitivas. La brevedad
ha sido siempre una de mis predilecciones.
Rulfo: No, eso sí que no. Juan cualquiera, pero Jorge Luis, sólo Borges.
Borges: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha estado últimamente?
Rulfo: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
Borges: Entonces no le ha ido tan mal.
Rulfo: ¿Cómo así?
Borges: Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si fuéramos inmortales.
Rulfo: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera uno vivo.
Borges: Le voy a conar un secreto. Mi abuelo, el general, decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro,
secreto. Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que usted escribió sobre los de Comála.
Rulfo: Así ya me puedo morir en serio.
Entonces yo pensé en Comála, pensé en el Llano en llamas, y pensé en los entes que nos miran pero nosotros a ellos no... Me
acordé de varios rituales, de las coloridas luces tibetanas del limbo, y de las lagañas de perro que tiene uno que ponerse en
los ojos si se quiere ver a los muertos.
Sin osar tanto puedo opinar, y lo poco que le pide el mexicano al argentino sería una pizca de motivación productiva,
porque Rulfo hasta poesía tiene, sino pregúntenle a Clara Aparicio, cuando Juan le dijo que había sembrado un hueso de
durazno en su nombre.
Habría que pensar en Susana San Juan, mujer con la cual Pedro Páramo iba a volar papalotes, allá en las lomas verdes, cuan-
do respiraba y miraba caer los rayos, y cada vez que respiraba suspiraba, y cada vez que suspiraba pensaba en ella.
Leonardo Irra.
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