Las ciudadelas del fin del mundo

AutorIgnacio Padilla

En agosto de 2010, trascendió que una secta apocalíptica italiana construía en Yucatán, México, una Ciudad del Fin del Mundo. La urbe escatológica se alza ya en el cráter dejado por el meteorito que detonó la extinción de los dinosaurios. Allá los italianos han erigido "una especie de ciudadela donde llama la atención el grosor de las paredes que, según vecinos del rumbo que participaron en las labores de albañilería, están ahuecadas en el centro y rellenadas con materiales no conocidos, y que según los extranjeros los protegerán de radiaciones y bacterias cuando se aproxime el fin del mundo". La secta, aseguran sus voceros, se prepara para sobrevivir un holocausto nuclear, pues están convencidos de que el mundo, de acuerdo con el calendario maya, terminará el 21 de diciembre de 2012.

Los comentarios de la prensa sobre esta ciudadela apocalíptica no se han hecho esperar. Esta vez la mayoría de los comentarios son cáusticos, si bien las burlas no impiden ver las veras: comienza ya a cundir el temor de que también este bastión termine con una sangría como las que espolearon no hace mucho Jim

Jones en las Guyanas o David Koresh en Texas.

Bien se entiende este temor, sobre todo si cotejamos la emergencia de esta Ciudad del Fin del Mundo ya no sólo con calamidades recientes sino con aquellas que con regularidad vienen signando la historia de Occidente: la infame Münster, la fortaleza en Chevengur que inspiró una olvidable novela de Lagerloff, el ejido de Yerbabuena en el norte mexicano, en fin, incontables encerronas que comenzaron como autoproclamados castillos de pureza para acabar como trágicas Numancias.

No hay siglo ni nación judeocristiana que no haya atestiguado una o varias encerronas milenaristas derivadas en compactas hecatombes de sangre y fuego. Difícil rescatar de esta nómina de reclusiones colectivas una que no haya terminado de la peor manera. El encierro de un grupo reducido en un castillo de pureza apocalíptica reta a las autoridades e incomoda inevitablemente al resto de la población. El claustro milenarista comienza por estimular la economía y la popularidad en la región en la que surge, pero a la postre incrementa la temperatura social, promueve enfrentamientos y hace de la destrucción de la ciudadela algo inevitable, casi se diría que necesario: profecía autocumplida, desastre deseado tanto por los sitiadores, que desean preservar el statu quo, como por los sitiados, que piensan que la transformación del presente será más...

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