Christopher Domínguez Michael/ Las flores azules (1965)

AutorChristopher Domínguez Michael

La palabra originalidad es una de las más gastadas, por inexpresivas, en nuestro léxico. El concepto se volvió digno de encomio hace apenas dos siglos, con el romanticismo. Durante el siglo dieciocho el artista estaba bajo el dominio de reglas preceptivas que había que imitar. Mozart, por ejemplo se concebía a sí mismo como un artesano competente. La originalidad que encontramos en su obra, en comparación con la de contemporáneos suyos como Kozeluch o Dittersdorf, le hubiera parecido al genio de Salzburgo una excentricidad peligrosa o humorística. Antes del romanticismo, ser original era volver al origen, remitirse al modelo. Pocos años después -tras el cataclismo de la Revolución francesa- aparecerá un Beethoven, quien sí quiere ser original en el sentido moderno de la palabra, es decir, asociando la originalidad con el Genio.

Don Leopold, el padre de Mozart de controvertida memoria, habría deseado ver madurar a su hijo lleno de encargos arzobispales, condales y regios, exultante de riqueza y prestigio, pero jamás habría concebido que pasaría a la historia no sólo por una miserable muerte precoz, sino por un genio cuya originalidad se interpretaría, románticamente, como algo revolucionario.

Las vanguardias del 900 dieron un paso adelante, homologando la originalidad con la ruptura. No era suficiente con ser un Genio: para serlo había que destruir o sustituir las antiguas formas artísticas por otras nuevas, que en su mayoría devinieron veloz e indubitablemente en academicismos de reciente acuñación y previsible porvenir.

Concedamos que Joyce y Kafka fueron originales, uno voluntariamente, otro no tanto. En cambio, Proust, que a mí me gusta más que éstos, no fue un novator. Saqueó la tradición de Balzac y Flaubert, presentándonos la autopsia del cadáver. En conclusión, no todos los genios son originales ni todos los originales, genios. Esa falta de sentido común, propiamente romántica, provoca que todos a los veinte años queramos ser Rimbaud y que veinte años después nos lamentemos amargamente de no haberlo sido, con las consecuencias desagradables que ello implica para el vecindario, la familia y la ciudadanía.

Si por originalidad se entiende presentar un nuevo orden (o un sorpresivo desorden) y tornarlo una irradiación perdurable que, sin embargo, no puede ser fácilmente imitable, los espíritus genuinamente originales son muy escasos en cada época. Muchos de los artistas que tenemos por originales fueron laboriosísimos académicos, o sea...

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