Las cartas de fundación y la defensa de la constitución. La construcción de un paradigma

AutorJuan Antonio Rodríguez Corona
Páginas347-361

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Ver Nota1

A mi muy estimado Maestro, Dr. Pedro

López Ríos, en su merecido homenaje.

Al constituirse las colonias inglesas en la costa este de Norteamérica, la mayoría de los emigrantes que ahí se establecieron llevaron consigo, como equipaje de mano, la flema jurídica británica con un importantísimo matiz: el concepto de libertad inglés habría de transformarse y dejaría de ser un concepto heredado para constituirse en una prerrogativa basada en el derecho natural inspirada esencialmente en las tesis liberales trazadas por Locke y Montesquieu. En no pocos textos se afirmaría que la revolución americana que se gesta en estos territorios en gran medida se logra gracias a la homogeneidad social que caracterizó este singular fenómeno migratorio. Se sabe también que muchos de estos emigrantes venían huyendo del gobierno opresor impuesto por la corona inglesa. Empero, cierto es también que existían quienes cruzaban el Atlántico en busca de riqueza y con el propósito de establecer empresas de vocación mercantil a fin de aprovechar los generosos recursos naturales existentes en América.2

Evidentemente, era precisamente el rey quien otorgaba las concesiones —bien a un individuo en lo particular o bien, a una determinada com-

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pañía—, para establecer y organizar los nuevos territorios en América.3

El documento político que organizó todas y cada una de estas pequeñas polis se denominaría carta de fundación o carta fundacional, la cual habría de consignar el vínculo entre súbditos y corona y se definiría en ella la organización y estructura del poder político en cada una de las colonias.4Como

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dato relevante es el hecho de que en dichas cartas se estableció la potestad de las asambleas para aprobar —como requisito sine qua non—, cualquier tributo. La inobservancia a esta disposición jurídica sería el detonante para que estos incipientes ensayos de gobierno democrático germinaran años después, en lo que hoy conocemos como los Estados Unidos de Norteamérica.

“Con excepción de los negros y los indios, los estadunidenses de las 13 colonias eran los seres humanos más libres al finalizar el siglo XVIII y exactamente antes de la Declaración de Independencia. A pesar de los grandes dominios pertenecientes a la Corona y a los nobles ingleses, el acceso a la tierra era relativamente fácil y las diferencias sociales mucho menos acentuadas que en Europa. Después del proceso Zenger de 1735, disponían de libertad de prensa y de reunión casi absolutas. No existían obligaciones corporativistas. Cada colonia estaba dotada de una organización estatal surgida de su seno, según lo había autorizado Inglaterra. En su Histoire constituttionnelle de lúnion Américaine, Jacques Lambert se refiere a la existencia de un “odio general contra toda clase de gobierno central”, sean cuales fueren las “preferencias políticas” de los colonos —las cuales pudieron haber sido “democráticas o aristocráticas”—. La representación en las asambleas elegidas estaba fundada en el principio mayoritario. Las elecciones eran frecuentes y la participación elevada. Desde luego, existían exigencias de propiedad mínima para ser elector, y los elegidos debían po-seer una fortuna de acuerdo con las rigurosas calificaciones establecidas por los sistemas electorales”.5

Si cada colonia —en atención a su propio origen—, determinó el establecimiento de su derecho local (lo que significó el contar con una asamblea y sus propios tribunales), éste indudablemente vendría bien a complementar o bien, a modificar el sistema del common law inglés imperante al otro lado del Atlántico. Es decir, en la articulación del poder político en cada colonia estuvo presente —en mayor o menor medida—, la tradición

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jurídica británica cuya fortaleza puede explicarse desde los tiempos de Juan sin tierra, a quien los barones ingleses a orillas del Támesis le “arrancaron” en 1215 cada uno de los derechos que habrían de consignarse en lo que hoy se conoce como Carta Magna,6 hasta el impecable torneo de esgrima intelectual que celebran Jacobo I y el Justicia Mayor del Reino, Lord Eduardo Coke cuya disputa gravitó en descifrar la naturaleza del poder del rey vs la supremacía de la ley, lo que en castellano no era otra cosa que —como lo apunta Tena Ramírez—, “el destino de las libertades inglesas”.7

Esta práctica significó que, en puridad, fuese realmente imposible hablar de la existencia de un derecho genuinamente colonial, toda vez que para la conformación del sistema jurídico de cada una de las colonias —como ha quedado anotado—, se tomó en cuenta además de la naturaleza del vínculo con el imperio inglés, la idiosincrasia de los emigrantes que le habrían

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de imprimir en atención a la región geográfica de su origen, su singular impronta.8 Por otra parte, no existe duda de que en toda carta de fundación —amén del título de libertades públicas—, se plasmaría el principio liberal de división del poder y por virtud de éste, se vertebraría la organización política de cada una de las colonias; en este sentido, la propias cartas de fundación contemplarían también la forma en que se seleccionarían a las personas que habrían de desempeñar las potestades legislativas, ejecutivas y judiciales a fin de dotar de certeza jurídica a la incipiente estructura de gobierno.

Así, al independizarse las colonias de Inglaterra, una de las primeras medidas (y de la mayor trascendencia), tomadas por los Estados al crear una confederación fue precisamente la de sustituir las cartas de fundación por una Constitución. Estas constituciones que serían redactadas tomando como base los estatutos previstos en las mencionadas cartas, atesorarían como un invaluable patrimonio el prever tanto normas jurídicas de un elevado contenido axiológico, es decir, claramente a favor de la libertad de la persona como el principio de división de poder sobre el cual reposaría el sistema de equilibrios y autocontención del propio poder.9 En este sentido, si las cartas de fundación gozaban de legitimidad y anuencia jurídico-política, no resulta difícil pensar que las constituciones —como expresión política de un pueblo independiente— gozaran aún de mayor prestigio y aceptación entre la población de cada Estado sin que para este tránsito pudiera exigirse o suponerse la existencia o aplicación de procedimientos de democracia directa que responden más bien a nuestro tiempo y en sociedades con una sofisticada cultura jurídico-constitucional.

Por otro lado, si aceptamos primero la legitimidad política de las cartas de fundación y, después, la de las constituciones de los Estados, acepta-

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remos también que tanto en aquéllas como en éstas se prevé que al ser el documento fundacional de la vida en sociedad, cualquier norma jurídica aprobada por la asamblea legislativa que resultaba contraria a cualquiera de ellas, debía ser declarada nula por los tribunales. He aquí el importantísimo paradigma que se gestó y que desde entonces y a la fecha importa la idea de que ante una ley aprobada por el parlamento que contradiga a la Constitución, ésta debe ser reivindicada por el poder judicial declarando sin más la nulidad de aquélla.

“Cuando las colonias declararon su independencia de Inglaterra, en 1776, una de las primeras medidas tomadas por los Estados ya independientes fue el reemplazar la carta colonial por una constitución. Estas constituciones, a semejanza de las cartas, regularon la estructura general de gobierno y el método de seleccionar los principales funcionarios legislativos, ejecutivos y judiciales. Con mayor frecuencia, hasta que vino a ser modelo uniforme, también ofrecieron una declaración de derechos. Aunque las primeras constituciones fueron adoptadas por las legislaturas sin ninguno de los procedimientos especiales o ratificación popular, que hoy se consideran generalmente necesarios para introducir cambios en la ley fundamental, fueron consideradas, por su naturaleza misma, la ley básica del Estado. Puesto que cualquier ley contraria a las cartas había sido declarada nula por los tribunales, no es de sorprender que hubiera un fuerte apoyo para la opinión de que los tribunales debieran rehusar apoyo a cualquier ley que se adoptara en oposición a las sucesoras de las cartas, es decir, a las constituciones de los Estados…”.10Sin embargo, la Constitución de los Estados Unidos (Filadelfia, septiembre de 1787), no prevé de modo expreso la facultad a favor del poder judicial de ejercer la calificación constitucional de las leyes.11Esta determina-

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ción del constituyente yanqui no respondió a otra cosa sino a la convicción de llevar a un plano químicamente puro la instrumentación del principio de división de poderes. Su tesis se explica a partir de la necesidad de respetar la separación de cada función y que cada una de éstas se desarrolle en un plano de equidad. Tiempo después y en este mismo renglón, sería crucial y decisiva la elevada figura de Alejandro Hamilton, quien —como un adelantado Delacroix, en su clásico óleo la libertad guiando al pueblo (1830)—, orienta en El Federalista, al pueblo norteamericano sobre las bondades de que sea precisamente el poder judicial el que ejerza el control constitucional de las leyes.12Por su importancia, reproduzco in extenso, las ideas de Hamilton plasmadas en el capítulo LXXVIII, de su notable obra:

“El derecho de los tribunales a declarar nulos los actos de la legislatura, con fundamento en que son contrarios a la Constitución, ha suscitado ciertas dudas como resultado de la idea errónea de que la doctrina que la sostiene implicaría la superioridad del poder judicial frente al legislativo. Se argumenta que la autoridad que puede declarar nulos los actos de la otra necesariamente será superior a aquella de quien proceden los actos nulificados. Como esta doctrina es de importancia en la totalidad de las constituciones americanas, no estará de más discutir brevemente las bases en que descansa. No...

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