La aciaga práctica de la ilegalidad

AutorJuan Alejandro Sánchez Madariaga
CargoMaestro en derecho. Especialista en justicia penal. Abogado postulante
Páginas22-23
La aciaga práctica de la ilegalidad
Juan Alejandro
Sánchez
Madariaga
Maestro en derecho.
Especialista en justicia penal.
Abogado postulante.
Considerando los lamentables
acontecimientos que han te-
nido lugar en nuestro país
durante los últimos días, en esta
ocasión he decidido apartarme del
ámbito del derecho penal y del
procesal penal para referirme a un
infortunado hábito que se ha arrai-
gado en el estilo de vida del gober-
nado, sin otro afán que invitar a la
reexión de quien se ocupe de leer
estas líneas.
Hace ya algunos años –bastantes
por cierto– antes de decidir for-
marme como abogado penalista
y mientras leía un periódico, me
encontré una frase que me pertur-
bó y que al paso del tiempo quedó
grabada en mi memoria. A casi tres
décadas de haberla descubierto re-
sulta más vigente que nunca: “En
México, el cumplimiento de la ley es
voluntario pero su aplicación es arbi-
traria”. Lamentablemente, semejan-
te armación encuentra cabida en
diversos aspectos de nuestra vida
cotidiana; es decir, no se reere
exclusivamente a la práctica de lo
jurídico, sino que permea a –casi–
todo lo que hacemos en el más am-
plio sentido de la expresión. No
hablo como abogado, sino como un
ciudadano promedio de este país.
Si miramos a nuestro alrededor,
es muy probable que encontremos
incontables ejemplos de lo anterior
y que van de lo sutil a lo verdade-
ramente sublime: un automovilista
que cruza con la luz roja del semá-
foro, un motociclista que circula
sobre las líneas divisorias de los
carriles, un peatón que camina des-
cuidadamente sobre el arroyo vehi-
cular, una vecina violenta, un tes-
tigo que miente deliberadamente,
un “policía de investigación” que
circula en su patrulla sin balizar
cubriendo con cinta un dígito de
las placas y del engomado –real y
documentado–, un empresario que
defrauda a sus clientes, un ladrón
que priva de la vida a su víctima no
conforme con desapoderarlo de sus
pertenencias, un homicida –cuya
causa puede ir desde un incidente
de tránsito hasta el crimen organi-
zado– y sí: una autoridad parcial,
incompetente, selectiva y displicen-
te –desde luego, siempre con honro-
sas excepciones–. Funcionarios que
celebran contratos con el gobierno
a través de prestanombres, cuerpos
policiales corruptos, servicios de
salud sesgados y de baja calidad,
autoridades de procuración de jus-
ticia que utilizan su cargo para -
nes ajenos al cual se deben y en ge-
neral, una administración pública
guiada por el culto a una gura, no
por el respeto a las instituciones ni
por el cumplimiento de la ley, mu-
cho menos por el bien común. Los
supuestos serán tantos como se nos
ocurran y llegan a límites verdade-
ramente insospechados.
Pues bien, todo lo anterior genera
diversas consecuencias en nuestra
sociedad: impunidad, falta de res-
peto por la ley y por la autoridad,
una percepción de hartazgo y de
inseguridad –tanto material como
jurídica– y me parece que –con
mayor gravedad e incidencia– el
acogimiento de una práctica como
estilo de vida: “darle la vuelta a la
ley”. Vea usted cualquier noticie-
ro: homicidios, feminicidios, se-
cuestros, autoridades que actúan
al servicio del crimen organizado
o –incluso– que son vilipendiados
por éste. Por si fuera poco, el des-
empeño de la autoridad tampoco
abona a la legalidad y a la gober-
nabilidad –especialmente en los
años recientes– pues –como hemos
expuesto– aquélla se pronuncia o
resuelve únicamente en casos don-
de existe presión social, mediática
o alguna clase de interés que pocas
veces tiene que ver con lo legítimo
o con la justicia.
Ante semejante panorama, se capi-
taliza la duda y la negligencia, se
genera incertidumbre, zozobra y
-edicta-Abril-2022
22
Hacienda Del Mar
Los Cabos Resort,
Villas & Golf,
Refrenda Su Compromiso
Con El Turismo Sustentable
Paraísos
se alienta la ilegalidad en una espe-
cie de círculo vicioso de pronóstico
reservado. Se torna bien visto y se
fomenta la apatía hacia los proce-
dimientos y hacia los cauces lega-
les para resolver una controversia
o un suceso –por más trágico que
éste sea– con abusos, violencia e
ilegalidad. Sí, hay que decirlo: en
ello, gran parte de la responsabi-
lidad recae en las autoridades por
las circunstancias ya expuestas, de
tal suerte que la legítima protesta
y la inconformidad se convierten
en auténticos comportamientos
delictivos azuzados con expresio-
nes como “rompan, pinten y des-
trocen” o “cierren el paso”; claro,
hasta que alguien cercano o uno
mismo es víctima de tales conduc-
tas porque en esos casos –enton-
ces sí– la autoridad “debe aplicar
la ley”. No tendríamos –nadie, ni
hombres ni mujeres– por qué vivir
con miedo a ser robados a plena luz
del día o en nuestro domicilio, no
tendríamos por qué vivir con mie-
do –nadie– a ser privados de la li-
bertad o a ser privados de la vida
por ningún motivo y –desde luego–
tampoco tendría por qué adoptarse
ni tolerarse el daño a la propiedad
o el libre paso a la circulación como
mecanismos para mostrar discon-
formidad ni para hacerse escuchar,
pues en estos casos, aunque apa-
rentemente la autoridad “actúa”, lo
cierto es que a largo plazo siempre
una o más partes terminan perdien-
do. La historia nos ha demostrado
como nunca antes, que actuar vis-
ceralmente o por hastío no produce
los resultados esperados.
Nos parece que la fórmula para ge-
nerar y fomentar la legalidad, el
orden y la sana convivencia social
no es tan complicada: la autoridad
debe cumplir su deber y hacer que el
gobernado la cumpla, imponiendo
–en su caso– la sanción que co-
rresponda por su infracción o su
inobservancia. Y claro está, la au-
toridad también debe ser vigilada
e inspeccionada con instrumentos
legales en su actuar, siendo igual-
mente castigada –aunque tal vez
con mayor severidad– si llega a
trasgredir las obligaciones que le
han sido impuestas por el marco le-
gal; sin embargo, con gobernantes
que mandan “al diablo a las institu-
ciones” o se encrespan balbuceando
“no me vengan con el cuento de que la
ley es la ley” se entiende con cierta
facilidad por qué nos encontramos
sumidos en una crisis de ilegalidad
e incertidumbre pues ahora, para-
dójicamente, se llega al límite de
“criminalizar” a quien critica los
destrozos en las protestas, a quien
tiene un pensamiento conservador
o simplemente, a quien piensa di-
ferente.

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