Justicia constitucional y escepticismo moral

AutorManuel Atienza Rodríguez
CargoDoctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Madrid, España Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Alicante, España Coordinador del Grupo de Investigación 'Filosofía del Derecho'
Páginas13-27

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Nuestro mundo, el mundo en el que vivimos (el único que existe), es profundamente injusto. Lo es visto desde Europa; digamos, desde un país como España: sobre todo, tras varios años de crisis –no solo económica- que han contribuido, entre otras cosas, a que se incrementen mucho las desigualdades sociales empezando, claro está, por las desigualdades en cuanto al ingreso. Y el mundo es aún mucho más injusto contemplado desde Latinoamérica que, como muchos estudios muestran, es la región del mundo en la que existen mayores desigualdades económicas y sociales.

La anterior airmación, “el mundo es injusto”, parecerá, yo creo, obvia a muchos de los oyentes. Quizás a otros les resulte discutible porque piensen que la justicia no es algo que tenga que ver centralmente con la igualdad, o porque consideren que la igualdad debería verse de manera distinta a la sugerida por mis palabras. Y como entre el público habrá sin duda ilósofos del Derecho o, en todo caso, personas con formación en teoría moral, estoy seguro de que más de uno estará pensando ya que esta manera de empezar mi conferencia, tan expeditiva, tendría, como mínimo, que ser precisada. Si se le diera –a esa imaginaria persona- la oportunidad de hacerlo, me pediría probablemente que aclarara qué quiero decir exactamente con las palabras “el mundo es injusto”. ¿Tiene esa airmación la pretensión de ser verdadera, o todo lo que he pretendido con ella ha sido excitar los sentimientos del auditorio en una cierta dirección? Y –proseguiría el crítico- si yo dijera que mis palabras pretenden ser verdaderas, ¿cuál es el tipo de realidad que las haría verdaderas?, ¿cuáles los “hechos morales” a los que pudiera acudirse para mostrarlo y que pudieran volver mis airmaciones del comienzo semejantes a estas otras: “el mundo tiene hoy más de 7.000 millones de habitantes”, o “la República Dominicana está situada en una isla del Caribe; la misma en la que se halla también la República de Haití”?

Bueno, a un interlocutor semejante, lo que yo le replicaría sería que mis airmaciones, con las que empezaba la conferencia, pretendían ser (y creo que lo son) correctas. Cuando digo “correctas” no quiero decir exactamente verdaderas, pues me doy cuenta, claro, de que no tienen la misma naturaleza que las de los ejemplos que se acaban de poner o, en general, que las airmaciones características de las ciencias, de las ciencias empíricas. No hay, en efecto, hechos morales, pero eso no quiere decir que el discurso moral no pueda pretender ser objetivo. Simplemente, la objetividad signiica aquí algo distinto, aunque análogo, a lo que supone la pretensión de verdad en los enunciados descriptivos. Objetividad signiica que a favor de esos enunciados pueden darse razones concluyentes; que cabe, en relación con los mismos, una argumentación racional; y que, por lo tanto, nuestros enunciados morales pueden resultar fundados o infundados (o más o menos fundados o infundados), de manera semejante, pero no idéntica, a como los enunciados

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cientíicos o, en general, los enunciados descriptivos, pueden caliicarse como verdaderos o falsos (o como más o menos verdaderos o falsos).

Como seguramente ustedes saben, mi profesión es la de profesor de ilosofía del Derecho (en una universidad española, la de Alicante), y eso ha hecho que en los últimos tiempos me haya embarcado con frecuencia, tanto con estudiantes como con profesores, en discusiones semejantes a la que acabo de imaginar. Y digo “discusión”, porque las cosas no suelen quedarse sin más en el estadio en el que acabo –provisionalmente- de dejarlas. A lo anterior, muchos estudiantes (por no decir la mayoría) suelen objetar que, en cualquier caso, lo que quiera que se diga sobre la justicia no puede pasar de tener un signiicado relativo y subjetivo. Justicia sería, en deinitiva, lo que cada uno entiende por tal. Es verdad –seguirían argumentando- que, por las razones que sean, se produce una amplia coincidencia en nuestras opiniones morales (al menos, entre las de quienes pertenecen a una misma cultura) pero, si no fuera así, es decir, frente al que discrepara (por ejemplo, frente a la airmación referida a la injusticia del mundo), no cabría esgrimir ninguna razón que este último tuviera que aceptar como tendría que hacerlo, sigamos con el ejemplo, si pusiera en duda la verdad de airmaciones como “el mundo tiene hoy más de 7.000 millones de habitantes” o “la República Dominicana está situada en una isla en el Mar Caribe”.

Pero además, ese punto de vista (relativista o “no-cognoscitivista”: no cabe conocimiento acerca de la justicia) que, como digo, es usual encontrar entre los estudiantes, cuenta también con el respaldo de algunos de los mayores cultivadores de la ilosofía del Derecho en el siglo pasado. Cuando aloran este tipo de discusiones, los ilósofos del Derecho solemos referirnos a las palabras de Kelsen en su conocido libro “Qué es justicia”: la justicia –escribió allí, hacia el inal del mismo; por tanto, como conclusión de todos sus análisis- es un ideal irracional. O a las palabras todavía más radicales de Alf Ross en “Sobre el Derecho y la justicia”: invocar la justicia es como dar un golpe sobre la mesa; el que, en una discusión, apela a la justicia está abandonando el territorio de la discusión racional para adentrarse en el de las emociones irracionales.

En mi opinión, ese es uno de los errores teóricos más graves en los que ha incurrido una buena parte de los ilósofos del Derecho y un error que afecta también a no pocos juristas, incluidos –me temo- jueces constitucionales: el escepticismo moral o valorativo, el considerar que no se puede construir un discurso moral con pretensiones de objetividad. Muchos juristas piensan, además, que el Derecho –y el razonamiento jurídico- debe estar rigurosamente separado de la moral, de manera que la discusión anterior no pasaría de ser, en el mejor de los casos, un ejercicio intelectual, un pasatiempo de ilósofos, más o menos estimulante o divertido, pero sin ninguna consecuencia para la práctica jurídica. Pero eso, creo, hace que su error sea doble, y doblemente grave. El jurista -por ejemplo, el juez o magistrado constitucional- que piensa de esta manera no puede dar sentido a su práctica: no puede motivar en sentido estricto sus decisiones porque su argumentación presupone necesariamente premisas morales, esto es, premisas que –si es un escéptico moral- tendría que considerar injustiicadas (o, si se quiere, no susceptibles de justiicación).

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Voy a traer a colación en seguida un par de ejemplos que me permitirán- espero- justiicar mis airmaciones, pero antes deseo aclarar cuál es el sentido del “objetivismo moral” que, como decía, constituye, en mi opinión, un requisito necesario para dar sentido al Derecho y a nuestro trabajo como juristas. La idea fundamental es que un objetivista moral no es (o no es necesariamente) un “realista” moral, o sea, no tiene por qué pensar que existen lo que Dworkin ha llamado los “morons”, o sea, las partículas de que estaría compuesta la realidad moral, que serían equivalentes a los átomos o las moléculas en el mundo físico. Lo que sostiene el objetivista es la posibilidad de dar razones, razones objetivas, a favor de los enunciados morales que él considera fundados. Y que ser objetivista no es lo mismo que ser un “absolutista” moral. El absolutista moral (la Iglesia católica, en el mundo latino, es la institución que representa, por antonomasia, el absolutismo moral) no sllo airma tener razón en cuanto a los juicios morales que sostiene, sino que pretende que sus razones son absolutas, que no pueden ser derrotadas por ninguna otra razón; para ello, como sabemos, lo que hace la Iglesia es convertir en dogmas los puntos de partida, las premisas de las que arranca el razonamiento que se sitúan, así, más allá de la razón, en el territorio (inexpugnable para la razón) de la fe. El objetivista moral, por el contrario, está abierto a los argumentos, a la discusión racional: pretende que lo que sostiene (sus juicios morales relexivos) es (o son) correcto(s), pero está dispuesto a dejarse convencer –a modiicar su juicio- por la fuerza del mejor argumento. Absolutismo y objetivismo moral son pues, en este sentido, posturas antitéticas.

Antes he dicho que me he visto muchas veces envuelto en discusiones de este tipo. Hace algunos años escribí un pequeño texto que era en cierto modo una contestación al de mi colega y amigo Riccardo Guastini y que, si me lo permiten, voy a leer para ilustrar lo anterior. Lo titulé “Cuento de Navidad” y se lo dediqué (en la navidad de 2007) a Riccardo Guastini “con afecto y admiración”.

Pequeño diálogo (casi un monólogo, en realidad) entre un objetivista (o) y un no-cognoscitivista (NC)

NC: A tu juicio, los principios y/o los juicios morales tienen valor de verdad: ¿no es cierto?

O: No exactamente. No creo que tengan el mismo valor de verdad que los principios o los juicios cientíicos o que las airmaciones del tipo de “en Alicante tenemos ahora –el 19 de diciembre de 2007 a las 15:10- 14.5 grados de temperatura”. Pero lo que sí que creo es que son principios y juicios fundamentables objetivamente. O, mejor dicho, que unos están objetivamente fundamentados y otros no. Que existen criterios, criterios racionales, para considerar...

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