Iniciativa parlamentaria que expide la Ley de Pensión Universal para las Personas de Setenta Años de Edad o Más., de 11 de Octubre de 2012

Que expide la Ley de Pensión Universal para las Personas de Setenta Años de Edad o más, a cargo de la diputada María Guadalupe Moctezuma Oviedo, del Grupo Parlamentario del PRD

La suscrita legisladora federal, integrante del Grupo Parlamentario del Partido de la Revolución Democrática en la LXII Legislatura de la Cámara de Diputados del Congreso General, en uso de la facultad que le confiere la fracción II del artículo 71 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, presenta ante el pleno de esta honorable Cámara de Diputados la siguiente iniciativa con proyecto de decreto por el que se crea la Ley de Pensión Universal para las Personas de Setenta Años de Edad o Más, al tenor de la siguiente Exposición de Motivos

Los adultos mayores de la actualidad son los excluidos de los excluidos. Quienes tienen 70 años o más nacieron de 1942 hacia atrás. Lo cual significa que la mayor parte de ellos nacieron en el campo, que predominaba en el México de aquella época. Sus posibilidades de ir a la escuela primaria eran reducidas; a la secundaria, era un sueño que muy pocos alcanzaban; hablar de preparatoria o de nivel universitario era una posibilidad reservada a unos cuantos. Uno entre mil llegó a calcular el eminente investigador en el tema educativo Pablo Latapí.

Estudios bien documentados afirman que en 1950, en plena niñez de nuestros adultos mayores de hoy, la mayor parte de la población vivía en condiciones de pobreza: el 88 por ciento de la población se encontraba en pobreza patrimonial, 73 por ciento en pobreza de capacidades y 61 por ciento en pobreza alimentaria. Había en nuestro país insuficiente provisión de servicios educativos. Por ello existe un alto grado de analfabetismo y bajos niveles de educación, alta incidencia de desnutrición y recursos insuficientes para fortalecer las redes sociales de protección hacia los adultos mayores.

La mayor parte de ellos se ocupó de las labores del campo al llegar a los umbrales de la juventud, a finales de la años 50; como jornaleros agrícolas –mal pagados, sin posibilidad de acumular antigüedad laboral y sin prestaciones sociales- o como hijos de ejidatarios, cuyos padres habían recibido dotación de tierras del presidente de la República, general Lázaro Cárdenas del Río, pero que habían visto mermadas sus posibilidades de incrementar la productividad por la falta de apoyos técnicos y financieros. Muchos de ellos nutrieron los cinturones de miseria de las ciudades al dejar el campo, ocupándose en actividades informales, si bien les iba, o en la indigencia.

Los menos, quienes residían en las ciudades, ocuparon los empleos producidos por el llamado "milagro mexicano", pero que en la década de los 80, al bordear sus 40 años, tuvieron que sufrir los despidos producto de los recortes presupuestales ordenados por el presidente Miguel de la Madrid e implantados por su secretario de Programación y Presupuesto, Carlos Salinas de Gortari, presidente a partir de 1988, y que como tal profundizó dicha política en perjuicio de las clases populares.

En la década de los años 80, producto de esa política económica, los entonces despedidos trabajadores, sólo tuvieron como opción de sobrevivencia la economía informal. Ante la falta de opciones en los sectores productivos formales se dedicaron –en el mejor de los casos– a la economía informal, la cual ha crecido desde entonces a niveles exorbitantes, al grado de amenazar actualmente con ahogar a la economía formal.

De esta manera, los mexicanos y mexicanas nacidos de 1942 hacia atrás, tanto en el campo como en la ciudad, vinieron a hermanarse en sus precarias condiciones laborales y de vida: predominio de la economía informal, no pertenencia a un sistema de pensión, ausencia de servicios médicos; entre otros. La enorme ventaja humana que ha significado el incremento de la esperanza de vida se ha transformado en desgracia al hacerlo en condiciones muy precarias.

Si vemos este fenómeno desde una perspectiva de género, la situación de la mujer de 70 años y más comparte todas las desventajas de los varones ya descritas, y se le agregan otras. En el México que les tocó nacer y desarrollarse a estas mujeres las posibilidades de estudiar y acceder a trabajos remunerados eran prácticamente inexistentes; por lo que llegan a la adultez mayor en condiciones aún más deplorables que sus contemporáneos varones; más aún si consideramos que la esperanza de vida de la mujer es mayor.

De acuerdo a datos del Consejo Nacional de Población (Conapo) Las mujeres mayores se ven particularmente afectadas por el proceso de envejecimiento en razón de que su expectativa de vida es más alta que la de los hombres (81 años y 76.6 en 2010, respectivamente), lo cual incrementa la probabilidad de quedarse solas en sus últimos años. Esta desventaja se refuerza porque los hombres, en caso de ser viudos o divorciados, tienen mayor probabilidad de contraer nuevas nupcias en la etapa adulta, en comparación con las mujeres. De hecho la tendencia ha sido al alza de manera sostenida: de acuerdo a Indicadores demográficos básicos de Conapo, de 1970 a 2010 la esperanza de vida pasó de 59.7 años a 76.6 años para hombres y de 63.6 años a 81.0 años para mujeres, cifras que se incrementarán de acuerdo a sus proyecciones a 79.9 y 83.9 años en 2050.

Es ilustrativo el dato aportado por el Inegi en cuanto a la relación hombre mujer en la primera edad y en la tercera edad. De 0 a 4 años existen 103.2 niños por cada 100 niñas; mientras que de 70 y más por cada 83.8 varones hay 100 mujeres; lo que nos indica una longevidad femenina mayor.

Pero esta ventaja femenina se ve afectada porque históricamente las mujeres han presentado menores niveles educativos, baja participación laboral y remuneraciones inferiores, por lo que sus probabilidades de encontrarse en condición de pobreza en la edad adulta son más altas en comparación con los hombres.

Desde la izquierda, proponemos un modelo de política social sustentado en los derechos sociales; una política que coloque al ser humano en el centro de su quehacer cotidiano. Consideramos que las políticas actuales de seguridad social van a contracorriente de este planteamiento, por lo que es el momento de revertir esta tendencia que va en detrimento de la calidad de vida de las y los mexicanos. La política social imperante demuestra cada vez más sus limitaciones ante el mercado de trabajo, las tendencias poblacionales y epidemiológicas y la situación financiera de los gobiernos. El modelo de seguridad social basado en la contribución y en la condición de existencia de una relación de trabajo subordinado resulta cada vez menos efectivo para alcanzar la cobertura universal de riesgos como la vejez y la discapacidad. Dicho modelo está elaborado para un México inexistente. El México real es de altas tasas de desempleo y de una creciente economía informal que cada vez ahoga más a la economía formal.

Desafortunadamente las recientes reformas a la legislación laboral aprobadas por esta soberanía traerán, entre otras negativas consecuencias, una profundización de este fenómeno, pues incorpora a la economía formal características negativas del sector informal, tales como subcontratación, carencia de prestaciones, obstáculos para generar antigüedad en el trabajo, disminución de las cotizaciones en los seguros de retiro y las pensiones, entre otros. Así, el sector poblacional sin garantía de seguridad social para su vejez se va a incrementar.

México carece de un sistema de seguridad social para amplios sectores de la población cuyas necesidades no son atendidas prácticamente por ninguna institución o cuya atención es muy reducida.

Al no cubrir a los hogares más pobres, las instituciones públicas de seguridad social han fallado en mitigar la desigualdad que persiste en la sociedad mexicana.

De acuerdo con información de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), más de la mitad de la población mundial está excluida de cualquier tipo de protección obligatoria de la seguridad social y sólo 20 por ciento disfruta de una protección social "verdaderamente adecuada". En América Latina, la cobertura es irregular (de 10 a 80 por ciento), pero durante décadas no se ha ampliado.

La razón fundamental de la exclusión de la cobertura es que muchos trabajadores que se encuentran fuera del sector formal de la economía no están en condiciones de cotizar un porcentaje de sus ingresos para financiar prestaciones de seguridad social. A estos factores se suman las repercusiones de las políticas de liberalización económica y ajuste estructural, que "han originado la existencia de amplios grupos vulnerables que no pueden cotizar a los regímenes de seguro social y que no están dentro del campo de aplicación de otras políticas sociales".

Es prácticamente imposible que nuestros adultos mayores de hoy hayan cumplido con al menos 1250 semanas de cotización en un trabajo formal (aproximadamente 25 años de trabajo), que es la exigencia del sistema de pensiones estipulado en la Ley del Seguro Social y la Ley del ISSSTE.

De acuerdo a estudios de la Secretaría de Desarrollo Social del Ejecutivo federal (Sedesol), solamente el 51.2 por ciento de adultos mayores (incluidos las personas entre 60 y 69 años) se encuentran afiliados a la seguridad social, 15.8 por ciento que cuentan con algún tipo de asistencia social de gobierno y 33.1 por ciento que no cuentan con ninguna de las dos modalidades; seguramente entre las personas de 70 y más años este porcentaje de desprotegidos se incrementa.

Según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), en 2008 había un total de 10 millones 479 mil 385 adultos mayores en el país (de 60 y más años). De éstos, sólo 36.2 por ciento contaba con un empleo y entre aquellos ocupados solamente 87.3 por ciento recibía una remuneración por su trabajo.

La situación es aún más difícil cuando estos adultos mayores son jefes del hogar y su ingreso debe destinarse al consumo de todos los miembros del mismo. El ingreso...

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